Cuando el fracaso es un bien político valioso
Ningún movimiento político serio confía lo suficiente en un plan de recuperación realista como para decidir llevarlo a cabo y plasmar un “relato” que consiga el apoyo de la población.
La Argentina todavía cuenta con recursos materiales y humanos que, debidamente movilizados, le permitirían salir del infierno en que se ha metido. De prolongarse el boicot a Rusia por las potencias occidentales, valdrán mucho más las exportaciones del campo y, con tal que quienes estén en el poder colaboren, las reservas de gas y petróleo en el norte de Patagonia podrían atraer un torrente de inversiones.
Se trata de ventajas que otros países quisieran tener pero, si la experiencia nos ha enseñado algo, ello es que una sociedad dominada por políticos que están más interesados en aprovechar los problemas existentes que en solucionarlos se condena al fracaso.
El poeta romano Virgilio advirtió de manera memorable que, si bien descender al infierno es muy fácil, salir de él no lo es en absoluto. Al persuadirse de que la Argentina estaba tan rebosante de riquezas que no tendrían que preocuparse por los miserables detalles presupuestarios, los líderes del país aún aturdido por la Gran Depresión mundial lo pusieron en un camino que lo llevaría a su situación actual.
Hace cincuenta años, quizás cuarenta, desandar el camino no hubiera sido tan difícil pero, por desgracia, quienes se encontraban en el poder, fueran civiles o militares, radicales, peronistas o macristas, resultaban ser incapaces de hacer mucho más que administrar la decadencia que, para los decididos a defender el modelo existente, sería motivo de orgullo.
La Argentina está en crisis desde hace casi un siglo en buena medida porque demasiados políticos llegaron a la conclusión de que les convendría personalmente asumir una postura crítica frente a los intentos esporádicos de modificar el statu quo. Puesto que creían que las medidas necesarias para alcanzar la ya mítica normalidad – un país con una tasa de inflación baja en que la economía crezca como aquellas del resto del mundo -, serían forzosamente antipáticas, las denunciarían por inhumanas. En su opinión, militar en contra de todos los ajustes es propio de héroes populares, mientras que insistir en que el gasto público tendría que guardar alguna relación con los recursos disponibles es típico de “neoliberales” sádicos.
Es lo que piensan muchos militantes de La Cámpora, los izquierdistas que sueñan con una hecatombe y algunos otros. Repudian el acuerdo insulso con el FMI porque, como algunos kirchneristas dicen sin sonrojarse, los haría perder las próximas elecciones. Aun cuando los más sensatos coincidan en que romper con el organismo tendría consecuencias muy desagradables para los habitantes del país, imaginan que, andando el tiempo, muchos los felicitarán por haber antepuesto la solidaridad social a los malditos números.
Por su parte, aquellos oficialistas que, por miedo a la alternativa, están a favor del acuerdo rezan para que la mayoría reconozca que un default sería aún peor que resignarse a un período tal vez largo de austeridad. A juzgar por lo que dicen, son tan conscientes como el que más de que lo más probable es que tengan que pagar un costo político alto por haber violado lo que aquí es una de las reglas básicas de su oficio.
Los dirigentes de Juntos por el Cambio comparten las dudas de las diversas facciones oficialistas. Entienden que sería catastrófico permitir que el país caiga en default con la institución que representa a los poderosos del mundo, incluyendo a China, pero son reacios a correr el riesgo que les supondría apoyar un ajuste, por suave que fuera, razón por la que en el Congreso apoyaron la refinanciación de la deuda con el FMI sin avalar las medidas propuestas por Martín Guzmán.
Hasta nuevo aviso, su prioridad seguirá siendo asegurar que el kirchnerismo sea considerado el máximo responsable de los tiempos aún más duros que, con un acuerdo o sin uno, están por venir.
Lo que le falta al grueso de la clase dirigente es convicción. Parecería que ningún movimiento político serio confíe lo bastante en un programa de recuperación realista como para comprometerse a llevarlo a cabo y, lo que sería igualmente importante, procurar plasmar un “relato” capaz de conseguir el respaldo anímico de una parte sustancial de la población.
El ala “albertista” del gobierno dice que es contrario a las medidas nada drásticas que se siente obligado a tomar para impedir que el país sufra una repetición, en escala todavía mayor, de la convulsión que siguió al colapso de la convertibilidad.
Parecería que, con los ojos puestos en 2027, lo que tienen en mente los alineados con Alberto es ajustar lo menos posible, siempre a regañadientes, con la esperanza de que no suceda nada realmente desastroso antes de diciembre del año que viene cuando, sería de suponer, los de Juntos por el Cambio se hagan cargo del país.
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