El Estado abandona la seguridad social

Por Ignacio del Mazo

En la mayoría de los países el Estado tuvo una decisiva intervención en el desarrollo de diversas políticas dirigidas a proteger a los ciudadanos de las contingencias de la enfermedad, la vejez o los accidentes de trabajo.

La profundización de tales políticas dio origen a los sistemas de seguridad social.

Sus primeros antecedentes se encuentran en la Ley de Pobres de Inglaterra, pero su consolidación se produce años más tarde en la Alemania de Bismark, mediante la sanción de tres históricas leyes.

Así, en 1883 se concreta el Seguro de Enfermedad, en 1885 el Seguro de Accidentes de Trabajo y en 1889 el Seguro de Vejez e Invalidez (jubilación).

En forma simple y contundente, sus precursores definieron los propósitos de la seguridad social y el rol activo del Estado como su garante.

Lord Beveridge sostenía que «la seguridad social significa un trabajo cuando se puede trabajar y un beneficio cuando no se puede trabajar» y agregaba: «Debemos estar preparados para utilizar los poderes del Estado hasta donde sea necesario, sin límite de ninguna clase, para suprimir esos males sociales».

Arthur Altmeyer afirmaba que «la seguridad social es la forma de reemplazar el temor por la esperanza».

Con esos principios rectores la mayoría de los países desarrollados mantiene en la actualidad la tutela del Estado, sobre la seguridad social, garan- tizando la totalidad de los fondos y de las prestaciones que la población necesita.

En nuestro país la seguridad social se desarrolló al calor de un Estado que definía claramente su responsabilidad en áreas fundamentales para la vida del individuo y de la sociedad.

Esta no es la realidad de la Argentina de hoy.

Un nuevo Estado, claudicante y desertor, entregó la jubilación de los trabajadores a las AFJP y el seguro por accidentes de trabajo a las ART.

Restaba entonces apropiarse del sistema asistencial de la seguridad social que durante décadas cubrió a los trabajadores y sus familias, mejorando notablemente la salud de la población, como lo señalan claramente los indicadores de esos años.

No era necesaria demasiada imaginación para advertir cuál es el fin que le tenían reservado.

Pero ese destino necesitaba una justificación, para concretarse con la menor resistencia posible.

Así, bajo la apariencia de inocentes «evaluaciones técnicas», surgieron críticas a la «eficiencia del sistema», que en realidad responden a los intereses de corporaciones que pretenden transformar la salud de los trabajadores en un mercado.

Primero se denostó al modelo asistencial, calificándolo de ineficiente para dar respuesta a los requerimientos de la población. Luego se apuntó a los prestadores, criticando no sólo el excesivo número de profesionales e instituciones, sino su perfil prestacional. Finalmente se afirmó que las organizaciones sindicales son malas administradoras y sus dirigentes corruptos.

Con estos argumentos se pretende justificar la transferencia de enormes recursos económicos a los grupos de poder, creando un sistema en el que el mercado será el gran distribuidor. En consecuencia, el nuevo «modelo asistencial» nada tendrá que ver con la solidaridad.

Nuestras obras sociales están desfinanciadas por múltiples factores, entre los que se destacan: la disminución del número de trabajadores, la rebaja de los salarios y de los aportes patronales, la evasión de aportes, el trabajo en negro, etc.

En este marco, el gobierno nacional dispone la «apertura del sistema a los prepagos comerciales», asegurándoles rentabilidad.

La legislación actual garantiza para las obras sociales sindicales una cápita mínima de diez pesos. Para los prepagos comerciales la eleva a veinte pesos y éstos ya están presionando para aumentar ese valor al que consideran insuficiente.

La falta de voluntad del gobierno para enfrentar la presión de los grandes grupos económicos es alarmante, ahora se llevan 3.000 millones de pesos correspondientes a las obras sociales sindicales. Más adelante avanzarán sobre los 1.700 millones de pesos de las obras sociales provinciales y para terminar la fiesta está el PAMI, con 2.400 millones de pesos. Culminará así la privatización del tres por ciento del PBI de los argentinos.

Toda la atención se concentrará en manos de tres o cuatro grandes grupos monopólicos, que si hoy pueden operar para apropiarse de nuestra salud, en el futuro, con mucho más poder, podrán fijar las pautas prestacionales y el valor de las cápitas, únicamente en función de sus ganancias.

La plataforma de salud de la Alianza sostiene en su punto 19: «Democratizar la salud con participación de la comunidad y los representantes del sector» y en el punto 29 afirma: «Completaremos la reconversión de las obras sociales nacionales, sindicales y provinciales, transparentando la gestión e integrándolos al sistema nacional solidario».

Por su parte, el vicepresidente de la Nación, Carlos Alvarez, el 4 de octubre de 1999, en la casa social «San José Obrero», expresaba: «Ojo con demonizar al sindicalismo, porque la demonización del sindicalismo termina por imponer la receta de los grupos económicos, no ya sobre la economía, sino sobre la salud, la educación y la seguridad social». Terminaba señalando: «Ojo con la ofensiva de los sectores económicos para quedarse con la frutilla de la torta».

Es evidente que las propuestas preelectorales hoy carecen de importancia. Pero la firma del decreto N°446 de necesidad y urgencia para desregular el sistema dentro de siete meses tiene objetivos precisos:

1) Transferir una enorme masa de dinero a los sectores económicos dominantes con el argumento de la transparencia.

2) Presionar a los sindicatos para imponerles reformas laborales y rebajas salariales.

3) Clausurar la discusión sobre el futuro de la salud en nuestro país.

No se puede terminar con la esperanza, ni tirar por la borda los esfuerzos que por tantos años realizaron las organizaciones sindicales.

El Senado y la Cámara de Diputados tienen la palabra: están del lado de los trabajadores o convalidan la entrega de la seguridad social a los grupos de poder que ven a la salud como un nuevo recurso para la acumulación de riqueza.


En la mayoría de los países el Estado tuvo una decisiva intervención en el desarrollo de diversas políticas dirigidas a proteger a los ciudadanos de las contingencias de la enfermedad, la vejez o los accidentes de trabajo.

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