John Cassavetes: El matrimonio del cielo y el infierno

El director de cine que sin saber música componía las mejores imágenes del jazz.

John Cassavetes filmó y escribió, pero podría haber sido músico de jazz: sus películas y escritos ilustran -con las variaciones temáticas del caso- una modalidad formal para acercarse o distanciarse del núcleo narrativo que es el procedimiento clave del jazz de vanguardia.

Nació en Nueva York (Estados Unidos) en 1929; y falleció en 1989, víctima de una cirrosis: pero el alcohol y las drogas no fueron las únicas coincidencias que cultivó con los músicos de su generación.

Hubo que llegar a la década del 50 para terminar con cierta versión del jazz que Hollywood había construido: no hay más que recordar a «Going places», donde Louis Armstrong aparece como un mozo ridículo, o a Billie Holliday haciendo de sirvienta en «New Orleans».

La decadencia del «swing», o mejor dicho, el relevo a manos del «bebop» que promovieron Charlie Parker, Art Blakey y Lester Young, entre otros, «emancipó» al género de su estricta función ornamental y bailable. Cassavetes entendió esa mutación.

Y la entendió como ninguno: mejor que Otto Preminger, en «El hombre del brazo de oro» -a pesar de la magnífica actuación de Frank Sinatra-; y también mejor que Louis Malle, para quien Miles Davis había compuesto la música incidental de «Ascensor para el cadalso».

El neoyorquino personifica, acaso más que ningún otro director, el deseo de cruzar ambas prácticas en un solo proyecto que sienta los fundamentos de una nueva concepción cinematográfica del jazz.

Desde «Shadows» (1958), su primera película, Cassavetes se apropia del carácter específico de esa música, de sus creadores y de sus intérpretes, mostrando esa galaxia desde diversos ángulos.

La leyenda cuenta que improvisaba los guiones en el «set».

Nada más lejos de la verdad. En recientes declaraciones a la prensa, quien fuera su mujer, también actriz, Gena Rowlands, desmintió esas especulaciones.

Por el contrario -como en el jazz-, las improvisaciones que fomentaba el realizador eran agregados, pensados en función de la dinámica interna del filme (que se escapaba en la escritura de un guión), así como se escapa en una partitura.

En «Shadows», el estilo de Cassavetes -que filmaba con dos cámaras simultáneas- logra captar el ritmo frenético de una sesión de jazz: pero la historia que cuenta (los músicos en escena, los músicos esperando a un «dealer»), marcha hacia un final abierto, característico del «bop» de la época.

Para esa película, el director contó con la abrumadora presencia del contrabajista Charlie Mingus y del saxofonista Shafi Hadi, que improvisaron -a pedido de Cassavetes- sobre las mismas imágenes.

La función de la música no aparece relegada al clásico subrayado de un desenlace argumental, sino a cierta indefinición formal que desestima las categorías ambientales o las sonoridades de fondo.

Hasta ese momento, era infrecuente en el cine disfrutar de la música como un comentario «libre», no sujeto al discurso impuesto por las imágenes, revelando al contrabajo de Mingus y al saxo de Hadi como personajes -sonoros- y autónomos.

Cassavetes había pasado la prueba. En 1960 firma un contrato con la NBC para colaborar en la dirección televisiva de una serie policial, «Johnny Staccato».

Dirige cinco episodios que configuran su segunda incursión en el mundo del jazz; la propuesta estética cambia; al director ahora le interesan las vicisitudes diarias de la vida de un músico.

El cambio se corresponde como el intento de Cassavetes para reflexionar sobre su vida; pasados los treinta años, ¿alcanzaban el optimismo de la voluntad y el pesimismo de la inteligencia? «Johnny Staccato» es una crónica: sobre el medio discográfico y el ambiente del jazz, narradas por un detective-pianista, nacido gracias a la pluma de un escritor neoyorquino, Dick Berg.

«La verdad desnuda», el episodio «piloto», dirigido por Joseph Pevney, cuenta la historia de un chantaje discográfico; «Un músico bajo influencia», de Boris Sagal, trata de un saxofonista venido a menos, drogadicto y deprimido, al que Staccato ayuda a salir.

«Glissando», de Sidney Lanfeld, está centrada en la búsqueda de un hijo por parte de un trompetista frustrado; «Asesinato en do mayor», del mismo Cassavetes, presenta el asesinato, a manos de un pianista, de un músico, líder de una banda de jazz.

¿Qué pasa con la música en estos episodios? El estilo de la costa oeste (Chet Baker) reemplaza al «free» (Ornette Coleman), en un paso dado con elegancia. Cassavetes, a su manera, reivindica siempre la paternidad de los materiales.

«Too late Blues», de 1961, supone, estratégicamente, la última entrega del realizador a su otro amor, un pianista que pasa una época confusa de su vida.

Pero el hombre era norteamericano, mujeriego, alcohólico, drogadicto y talentoso; todos esos adjetivos resumían el desprecio que una «inolvidable» generación de cineastas «antiimperialistas», durante los 60 y 70, ejercieron sobre su obra.

El director norteamericano jamás creyó en el romanticismo entendido como mitología (la prueba más contundente es el estudio sobre la locura que articula en «Una mujer bajo influencia»). Es más: hasta podría decirse que detestaba esa mitología, y que su propia vida fue un ejemplo evidente.

La puesta en escena de «Too late Blues» no encuadra a los músicos en planos secuencia: prefiere alinear sus rostros en una serie de primeros planos.

Oculta el instrumento y la ejecución; hace pie en el músico, su imaginería aparece capturada por su práctica. De ahí en más, el director completará su «educación sentimental» ilustrando a las relaciones sociales en su vertiente más atroz. Como Sigmund Freud, Cassavetes dirá que la otra cara de lo familiar es lo siniestro; y John Coltrane, Lennie Tristano y Bill Evans no harán más que ponerle música.

Pablo E. Chacón


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