El lenguaje nos domina
Los que se benefician con imponer tal o cual sentido de las palabras batallan y ganan terreno, y al final nos someten a sus políticas. Aunque no nos guste a la mayoría.
La mayoría de los filósofos griegos pensaba que el lenguaje se relacionaba directamente con el mundo. A cada objeto o idea del mundo correspondía una palabra exacta que lo designaba y, por lo tanto, hablar era describir objetivamente lo que sucedía. Pero con el correr de los siglos y el conocimiento de las miles de lenguas que existen (y de la miles de culturas que se expresan en esas lenguas) hemos comprendido que esa era una versión muy ingenua sobre la relación de mundo y lenguaje. Justamente la dificultad para traducir algo de un idioma a otro muestra que ni los hechos ni los objetos se ven iguales en todas las culturas ni en todas las lenguas.
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Nietzsche, hace ya 150 años, dijo que “no existen los hechos; solo existen las interpretaciones”. Con esta frase dio la mejor versión de cómo pensamos ahora la relación entre lenguaje y mundo: el lenguaje es una interpretación del mundo (porque no hay una sola versión del mundo). El mundo es lenguaje: es decir, el mundo se construye en una lucha constante de las sociedades por imponer determinadas formas de pensar el mundo.
Hace 30 años muy poca gente en todo el planeta había escuchado la palabra “Patriarcado”. La mayoría de los muy pocos que la habían escuchado creían que designaba una organización social basada en el predominio del padre como cabeza de una familia nuclear (tal como había establecido el derecho romano). Muy pocos entre los pocos que conocían la palabra “Patriarcado” la usaban para designar “un sistema de opresión machista sistemática para someter a las mujeres”. Hoy ese sentido se ha impuesto popularmente: no hace falta más que leer un diario para ver que en la Argentina se la usa así. Es más, poca gente hoy discute que exista el Patriarcado. La mayoría de la clase media urbana en la Argentina cree que existe el Patriarcado y que las mujeres son oprimidas y violadas sistemáticamente.
Cambiar el significado de las palabras o imponer el uso de determinadas palabras termina teniendo siempre consecuencias sobre la realidad social. Es muy difícil que cambiar el lenguaje cotidiano haga que la gente tenga mejores ingresos económicos, pero es muy posible que logre que muchos crean en tales cosas y no en otras, y que las acciones que surjan de esas creencias les permitan a determinados grupos sociales hacerse con el poder político y transformar la realidad general a su favor (y en contra de los que se oponen a esas creencias).
La imposición del nuevo sentido de “Patriarcado” ha logrado que tengamos un Ministerio de la Mujer Género y Disidencias sexuales (que tiene un presupuesto abultado, contrata a miles de personas -con sueldos pagados con dineros públicos-, desarrolla acciones para combatir el patriarcado, etc). No es un mero cambio lingüístico. O mejor dicho: los cambios lingüísticos tienen efectos sociales, económicos y políticos.
Vivimos en una sociedad que se está centrando cada vez en una guerra por el sentido de las palabras. Intervengamos o no, creamos o no creamos en esto, no cambia nada. Los que se benefician con imponer tal o cual sentido de las palabras sí batallan y ganan terreno, y al final nos someten a sus políticas. Aunque no nos guste a la mayoría.
En todo el mundo occidental la lucha política estratégica ya no se centra en la mejora social ni económica de la sociedad sino en permitir que las diversidades sexuales puedan ocupar todos los espacios políticos y educar al resto de la sociedad para que abandone la vieja idea de que existe el binarismo sexual que nos divide en varones y mujeres. Lo extraño es que los que militan en contra del binarismo sexual (creer que existen varones y mujeres) afirman que los varones son malvados y violentos (tendientes a la violación) y que las mujeres siempre tienen razón porque son esencialmente inteligentes, buenas y constructivas. Y nunca mienten.
En el Estado de California (EE.UU.) se está debatiendo derogar la idea de “igualdad ante la ley” (que está en la Constitución norteamericana desde sus inicios) porque los grupos feministas y por la diversidad sexual y étnica lo ven como una estratagema perversa de los varones blancos para ganar la primacía e imponer el “Patriarcado” a toda la sociedad.
No solo piden eliminar “la igualdad ante la ley” sino generar un nuevo derecho: que los que nacieron pobres, negros, mujeres o de alguna de las diversidades sexuales tienen más derecho que los que no nacieron de esa manera. Es una vuelta al racismo y sexismo más craso, pero ahora impuesto por el feminismo y las minorías sexuales y raciales.
El mundo cada vez está más parecido al que imaginó Orwell en su novela “1984”: pensar críticamente ya es visto como signo de locura.
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