Pablo Delgado: «Las razones por las que volví a vivir a Roca»
El periodista y escritor nos cuenta la decisión de su vuelta a la ciudad. Una idea que se venía gestando desde antes de la pandemia.
Por Pablo Delgado (*) para Río Negro
Volví a Roca hace pocos meses, después de muchísimos años en Buenos Aires y La Plata, donde estudié comunicación social y di clases, entre otras cosas, y donde me formé en escritura narrativa. Fue junto al escritor Pablo Ramos, primero, y más adelante en el taller de Liliana Heker, mi maestra, un espacio que busqué con persistencia, y que tuve el privilegio de integrar durante seis años. No sé si al planificar la vuelta me encontraba en un momento específico de mi actividad; diría que no, porque de unos cuantos años a esta parte me dedico a lo mismo, la escritura, la docencia en este ámbito, y la edición y corrección de textos. Quiero decir que la decisión no estuvo signada por razones estrictamente laborales, como sucede con otras personas que se trasladan. Yo volví, en pocas palabras, para seguir mi vida en un entorno más agradable. Era un deseo que venía echando raíces desde antes de la pandemia. Nunca dejé de visitar a mi familia, ni de saber de Roca. He pasado temporadas de verano completas en el Alto Valle, coordinando talleres intensivos de escritura, cerca de mis afectos. Cuando digo más agradable no hablo necesariamente de una vida más tranquila, no en todos los órdenes, si bien existen costumbres que imponen otra velocidad. Pero hoy disfruto de cosas que podrían resultar ordinarias de tan comunes, pero que tienen su peso. Los silencios en algunos sectores de la ciudad, por ejemplo, el murmullo de ciertas calles a determinadas horas. El aspecto de las plazas céntricas por la mañana, de una claridad vivificante cuando el cielo está despejado. Hay algo estimulante en ese rumor leve de la gente encarando el día, con las sombras de los eucaliptos proyectadas en el pasto, mientras los jardineros trabajan en las plantas y los vecinos y los estudiantes van camino a sus actividades.
Me acuerdo de unos versos de Irene Gruss, El sol / entrará con un calor transparente / y el desperezarnos / bajo el sol / va a ser una buena señal. Hay una condición que siempre me atrajo de la ciudad, algo que en los últimos años fue tornándose vital para mí; a lo mejor podría interpretarse como una contradicción, un movimiento a contramarcha del desarrollo. Es una seña de nuestra idiosincrasia, me parece; una sustancia del entorno, rudimentaria. La última vez que estuve en Roca antes de mudarme fue el verano pasado. Una tarde, después de unas horas con mi familia, salí a caminar por el paseo del canal grande. En un momento llegué a un punto del lado sur, al otro lado del hospital. Ahora está cementado, parquizado, cada uno de los márgenes es una barranca prolija con sauces y pinos, acacias, pero cuando yo era adolescente era un terreno de vegetación salvaje donde nos juntábamos con mis amigos, de noche, un lugar lleno de arbustos, con senderos de tierra apisonada, y con un montón de árboles que parecían haber crecido sin planificación. El alumbrado consistía en un farol suspendido en la calle, sostenido por esos cables que se cruzaban en el centro de las esquinas, pero las copas de los árboles eran tan frondosas que la luz apenas si las atravesaba, dándole a las orillas un aire de misterio. Fumábamos en esa penumbra, probábamos nuestro primer licor muy cerca del canal, de su avance sigiloso, con algunos grillos de fondo.
A nivel local sí puedo hablar de un escenario que desconocía, con el que empecé a entrar en contacto hace años y que siento que un montón de gente ignora en la actualidad, ciertas carencias e injusticias muy grandes en la región».
Pablo Delgado, periodista y escritor.
Esa tarde caminaba, decía, y había llegado a este sector; ya se destacaban algunas estrellas, aunque el cielo seguía claro. Un tremendo ventarrón sacudió los árboles; en el margen de enfrente, una cantidad de hojas voló en dirección a uno de esos espacios abiertos cercanos al hospital; un lote baldío, creo, delimitado por paredones; el viento golpeaba ahí y hacía que las hojas se agitaran, como dentro de un remolino. El aire se puso turbio, por el polvo que el viento seguramente arrastraba desde un camino de ripio. Un hombre que estaba en un banco se levantó y caminó hacia la calle, rápido, entró a un auto y se fue, tal vez, convencido de que se venía una de esas tormentas secas con actividad eléctrica. En medio de esa inclemencia registré un sonido que me conectó con mi historia, el sonido de esta parte árida de la Patagonia, ventosa, de alta radiación solar, similar al de la zona de maniobras de un aeropuerto, cuando se percibe la acción de unas turbinas, desde lejos, y todo parece dado por la distancia entre uno y el horizonte: el presente de nuestros afectos, la recuperación de lo vivido, la asimilación de nuestra tierra en la evidencia del paso del tiempo. Pero es la ciudad, como totalidad, un espacio vasto y cercano que disfruto, porque me reconozco en ella, y que de todas maneras no deja de plantearme interrogantes. Esa contingencia ejerce una atracción poderosa sobre mí. Comprobar cómo se han corrido los límites, la urbanización en zonas que eran inaccesibles, o de las que en mi adolescencia volvía con la bicicleta a un costado, las suelas de las zapatillas tapizadas de rosetas. Descubrir las transformaciones, las recurrencias y ciertas continuidades, como si uno diera con un sentido de pertenencia que había estado a resguardo, en los viejos rincones de la ciudad. Siento que hay un extrañamiento ahí, en esto de mirar las mismas cosas un poco como un misterio. Quizás, porque en ellas encuentro una suerte de temperamento con el que me identifico, un modo de proceder.
En relación a la pandemia, no creo que de este tiempo esté surgiendo una ciudad nueva; las consecuencias en la educación y el empleo son un hecho, el impacto en la actividad social, las transformaciones económicas y las carencias en el sector de la salud están a la vista. Es innegable que promovió debates en torno a la salud mental y a los derechos de las personas, y a la capacidad de los estados de brindar respuestas. Pero no me arriesgaría a plantearlo en esos términos de modo taxativo, que asocio a procesos culturales que insumen décadas. Se suele decir que después de atravesar la etapa más difícil de un cataclismo las personas volvemos a comportarnos como siempre. Tal vez, una de las cuestiones que tenga efectos concretos a largo plazo sea la modalidad de trabajo remoto, si bien es un proceso que viene gestándose de forma gradual, en sintonía con el desarrollo tecnológico. En cambio, a nivel local sí puedo hablar de un escenario que desconocía, con el que empecé a entrar en contacto hace años y que siento que un montón de gente ignora en la actualidad, ciertas carencias e injusticias muy grandes en la región.
Yo volví, en pocas palabras, para seguir mi vida en un entorno más agradable. Era un deseo que venía echando raíces desde antes de la pandemia».
Pablo Delgado.
No quiero desorientar al lector, ni correrme demasiado del eje o del tono de mi actividad, pero son situaciones que me duelen, y que me llevan a preguntarme por el devenir de Roca. Hablo de personas que viven realidades brutales, y de hechos que si no empiezan a visibilizarse en toda su verdadera dimensión, por ejemplo, con un compromiso real por parte de la prensa, por citar sólo a uno de los actores en juego, la prosperidad siempre va a ser patrimonio exclusivo de los ciudadanos con privilegios. ¿Cómo fue posible que en uno de los momentos más álgidos de la pandemia los comerciantes y los productores hicieran marchas contra las restricciones, sin un solo detenido, mientras las comisarías se llenaban de adictos y de pobres acusados de no cumplir las reglas de aislamiento? Una funcionaria que conozco bien registró 572 presos por desobediencia en menos de 5 meses, ¿es casual que esos detenidos sean siempre los mismos?, ¿es casual que todos ellos cuenten con algún grado importante de vulnerabilidad social? ¿Y la violencia institucional, está en alguna agenda? Me refiero al abuso de autoridad de muchos empleados públicos, a su falta de colaboración.
¿Qué sucede con el trabajo estacional vinculado a la fuente económica de la provincia, los trabajadores golondrina? Las condiciones a las que son sometidos por dos pesos, los lugares en los que viven, y la incesante sospecha de complicidad entre las empresas frutícolas, los gremios y la autoridad de aplicación, una presunción que deja de ser tal apenas volvemos la mirada sobre el termómetro social. Pensemos en el caso Solano, si no. Es una de las realidades más tristes, absolutamente despiadada, y acá parece que no existiera. ¿Y la violencia policial? No digo ya una investigación, lo que sería pedir demasiado, pero ¿alguien al menos se despabila ante las torturas a las que son sometidos muchísimos detenidos en distintas comisarías de la región? He conocido casos de menores de edad perseguidos cada noche, golpeados, encerrados en calabozos, mujeres maltratadas, hombres con la marca de los borcegos en el lomo y los globos oculares desaparecidos de la cara, por la inflamación de una golpiza monstruosa. Cuesta hablar de crecimiento de modo integral, ¿no? En el último tiempo escuché las expresiones de ciertos funcionarios judiciales, productores, empresarios, los individuos sonrientes de la política, locutores de dudosa formación que parecían oscilar entre un discreto nacionalismo y una actitud declaradamente reaccionaria. Hablo de formación desde una de sus esferas más urgentes, la del lenguaje, y del intento miserable de hacer pasar las bajas pasiones como un enfoque sistémico, como si eso significara “estar más cerca de la gente”. Por eso, si se trata de oportunidades, y de ventajas que debieran aprovecharse ahora, en función de realmente avizorar un futuro, entonces creo que esta sociedad se debe un debate honesto sobre las realidades que tolera, las que justifica, y las que directamente se niega a ver.
Con respecto a mi actividad, el mes pasado abrí un taller de narrativa en la Biblioteca Popular. Irene Corradi, la directora, que dirige el grupo de lectura Palabras mayores, estuvo encantada con la propuesta. Ella y el equipo me recibieron con predisposición, con todo el afecto. Se inscribieron tantas personas que tuve que dividir a los integrantes en dos horarios. La composición es bastante diversa, por suerte, pienso que esto enriquece el intercambio. Lancé la misma convocatoria en Casa de la cultura, donde apunto a conformar un tercer grupo para encontrarnos de tarde/noche. Después de tanto tiempo en aislamiento, con las actividades grupales y sociales tan coartadas por todos lados, la oportunidad de volver a interactuar con otros es más que sugestiva. Algunos llegan por curiosidad; otros, con ansiedad, con un montón de preguntas, ciertos temores. Hay integrantes que aceleraron procesos, que participaron de otros talleres o que ya cuentan con un recorrido previo, personal. Respetamos el distanciamiento, todas las medidas, pero eso no quita la energía que circula entre los integrantes; vuelvo a encontrar esa expectativa en cada uno, esa necesidad de compartir una historia, y el compromiso en las devoluciones.
Intento dejar en claro que se trata de una reunión de escritores, y que los problemas creativos que trae cada uno son los mismos que tenemos todos a la hora de construir una ficción. El taller no es un espacio de ocio, ni de plena distensión; no funciona como un ámbito para hacer sociales, no entablamos largas discusiones acerca de las ideas que cada uno tiene sobre la vida, la realidad social del país o el más allá. En cuanto a la creación literaria, hay un montón de aspectos que, efectivamente, son comunicables. Por ejemplo, la conveniencia entre una primera y una tercera persona, las posibilidades que ofrece la elección del punto de vista, tanto como descubrir el verdadero final de un cuento. Al principio no interesa que los verbos estén bien conjugados, que la sintaxis o la puntuación sean un caos, o que un autor aun no conozca bien a su personaje. Lo que sí me esfuerzo por transmitirles desde el primer encuentro es que la literatura da trabajo, por una parte, y, por otra, que a la hora de escribir se conecten consigo mismos; que se pregunten qué quieren contar realmente, aunque al hacerlo deban pasar por varios borradores, más allá de que se trate de una idea atractiva, ingeniosa, e independientemente de la distancia que pueda existir entre el personaje y la propia experiencia. Que exista una búsqueda, que en esa búsqueda haya sinceridad. Y que no pierdan tiempo en querer dar una imagen. La literatura aparece cuando uno se olvida de ella.
No tengo idea de si esto equivale a un aporte a la vida de la ciudad. Es una propuesta más, como tantas otras. Lo que sí puedo decir es que en ella están mis convicciones, y mi compromiso con cada tallerista. Abelardo Castillo decía que un escritor era alguien que se tomaba la literatura en serio, pero que no se tomaba en serio a sí mismo. Yo he notado esta condición en varios de mis colegas; en casi todos, creo, en mayor o menor grado, y yo no querría ser la excepción.
(*) Periodista y escritor.
Por Pablo Delgado (*) para Río Negro
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