La educación en una sociedad apática
A los políticos les gusta calificar la educación como “un derecho”, como si la ignorancia fuera culpa de la voluntad de un sector de privar a los jóvenes de lo que debería ser suyo.
Ya ha motivado miles de comentarios lo dicho hace un par de semanas por Daniel Herrero, el presidente de Toyota Argentina, acerca de lo difícil que le resultaba encontrar jóvenes capaces de entender lo que leen para ofrecerles empleos “de calidad” no aptos para analfabetos funcionales.
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No fue el primero en denunciar el estado catastrófico del sistema educativo del país y a buen seguro no será el último, pero por alguna razón su intervención tuvo un impacto aún más fuerte que los esporádicamente ocasionados por la difusión de los resultados de aquellas pruebas internacionales que muestran que la Argentina sigue perdiendo terreno ante otros países latinoamericanos.
¿Habrán servido para algo los millones de palabras que se escribieron o pronunciaron sobre el colapso del sistema educativo nacional? Es poco probable. A través de las décadas, se han repetido tantas veces las mismas denuncias, propuestas y advertencias que sería realmente asombroso que las polémicas desatadas por el titular de la filial local de la gigantesca automotriz japonesa se vieran seguidas por un cambio realmente positivo.
Todas las reformas que se han ensayado han fracasado por una razón muy sencilla: para demasiados jóvenes y no tan jóvenes, aprender es algo que otros dicen que deberían hacer por el bien del país o porque los ayudaría a conseguir un puesto de trabajo lucrativo pero que en verdad no les interesa. Creen que estudiar es aburrido. No se sienten tentados a ampliar sus propios horizontes intelectuales por motivos que sean ajenos a lo meramente económico.
He aquí la causa fundamental del desastre educativo nacional. Hasta que aprender se haya convertido en una auténtica pasión popular, será una pérdida de tiempo intentar reconstruir el maltrecho sistema educativo. Dicen que las comparaciones son odiosas, pero vale la pena llamar la atención al contraste entre la actitud de los pobres, y muchos que no lo son, hacia la educación en países como la Argentina y aquella de los chinos de ingresos que, fuera de las zonas más dinámicas, siguen siendo tan magros como los del conurbano bonaerense y las provincias del Noroeste. También saben lo que es el hambre.
En la mayor parte de China, hasta los padres más pobres irán a virtualmente cualquier extremo para asegurar que sus hijos aprovechen al máximo las oportunidades educativas disponibles. Aun cuando ellos mismos sean analfabetos (para ellos, aprender a leer el idioma nativo es más difícil de lo que es para cualquier occidental y requiere mucho más tiempo), son extraordinariamente competitivos y logran estimular a los jóvenes de su propia familia y también de su vecindario para que estudien con un grado de dedicación que deja boquiabiertos a los visitantes de latitudes actualmente más permisivas, lo que no hubiera sido el caso en la segunda mitad del siglo XIX cuando, en algunos países, entre ellos la Argentina de Sarmiento, la educación sí estaba de moda en todas las clases sociales.
Los chinos son fieles a una tradición que se remonta a la dinastía Tang de hace más de diez siglos.
Por raro que les parezca a los demás, en muchos lugares la educación genera un grado de entusiasmo que aquí suele vincularse con el fútbol; los chicos que se destacan en los exámenes son tratados como campeones deportivos.
A los políticos les gusta calificar la educación como “un derecho”, como si la ignorancia fuera culpa de la voluntad de un sector social, agrupación política o, quizás, el capitalismo, de privar a los jóvenes de lo que debería ser suyo. ¿Es así? Si bien en algunos países hay regímenes que están resueltos a impedir que se eduquen las mujeres o integrantes de minorías determinadas, en la Argentina no hay nada de eso. Por el contrario, todo individuo que quiere aprender puede conseguir lo que necesitaría con mayor facilidad que en el pasado, cuando hasta los cuadernos eran bienes escasos.
En el fondo, la educación es una empresa más personal que colectiva; depende del compromiso de cada uno. El esquema pedagógico mejor diseñado, como los de aquellos países que, a juzgar por los resultados, llevan la delantera, no funcionaría en una sociedad en que los jóvenes sencillamente creen que es inútil esforzarse y no se les ocurriría a sus padres presionarlos para que lo hicieran.
Es por tal motivo, no por el obstruccionismo sindical, la ineptitud burocrática, la prédica de ideólogos proclives a exaltar lo popular por encima de todo lo demás o la falta de recursos financieros y tecnológicos, que la Argentina está criando una generación de jóvenes que no tendrán ninguna posibilidad de disfrutar de una vida digna en la era de la “economía del conocimiento” que les aguarda.
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