La crisis moral de los argentinos

En un programa televisivo se enunciaron las variadas crisis que padece nuestro país -es decir los argentinos-, y se llegó a la conclusión de que la peor, por su profundidad y raigambre, por sus consecuencias y alcances, por el adormilamiento que produce, es la crisis moral.

Es importante reflexionar sobre el comportamiento de la generalidad de los argentinos, detener la marcha un momento y tratar de entender, aunque solamente sea para cada uno, el significado de nuestra enfermedad: crisis moral y ética.

No sería extraño que tal diagnóstico nos haga sentir muy mal. Tal vez sea necesario que nos sacuda, que nos llame la atención, que nos cuestione profundamente.

¿Qué significado tiene estar enfermos moral y éticamente?

Que los valores que debieran sostener nuestra conducta: la verdad, el bien común, la exaltación del mérito y del esfuerzo, la solidaridad social están en bancarrota y que la ética, que se refiere a los comportamientos cívicos, revelan esas ausencias. Estamos como vaciados.

Estos males, tan extendidos como el temido Covid, han ido socavando nuestra tolerancia y capacidad de rechazo hasta hacernos tolerantes a las noticias diarias de estafas, robos, asaltos, engaños, desfalcos de todo tipo, que nuestra capacidad de adaptación termina por incorporar naturalmente a la vida diaria. Por eso…

Llamamos enfermedad a esta crisis moral que socava nuestras fuerzas, nuestro necesario valor, autoestima, deseos de luchar y mejorar. Salir adelante, proyectar un futuro.

¿No les parece extremadamente debilitante?

Viene de lejos, décadas por los menos. No vamos a entrar en el análisis del proceso histórico, pero sí podemos marcar como una nefasta señal cuando se dejó de poner interés en la educación del pueblo -hay hitos que van jalonando esa decadencia-, cuando se dejó de estimular el desarrollo de la inteligencia, cuando se empezó a aplastar a los destacados por algún don sobresaliente con esa brutal intención de no discriminar e igualar, cuando se cubrieron -y se siguen cubriendo cargos- priorizando la capacidad de obedecer, subordinarse, alinearse mansamente, sin atender a la idoneidad, preparación para realizar o dirigir una tarea, con la voluntad puesta en la superación y deseos de hacer lo mejor. Así, medido con tan interesada y baja vara, todo valor empezó a derrumbarse.

A veces disimulado, luego descarado y ahora estrepitoso y desvergonzado, ese quehacer pensado solamente en ganar adeptos, es decir votos, ha ido debilitando el bien más importante del ser argentino: la dignidad y el orgullo de serlo.

Sabemos que el sentido de ser un hombre digno se da en cualquier segmento social.

Lo siente el pobre que hace valer su palabra, que se siente don, que trabaja para vivir, que no se deja parasitar por los poderosos, que no vende su alma por un puesto (aunque sea el más alto), por dádivas, por un colchón, por un cheque…

Lo siente el que confía en sus fuerzas y no teme ejercitarlas, ejercerlas, ya sea empuñando una pala, un instrumentos de limpieza o de labranza, una computadora, un libro.

Es digno quien sabe ganarse la vida y vive de acuerdo a sus propias ganancias. Y por suerte hay una reserva de gente así. Pocos, silenciados, pero conscientes del mal que nos arrasa.

Pero, ¿qué pasa con la mayoría, la que vota, la que elige? El país está infestado de mayorías que se sientan a esperar que les den, que les pongan plata en los bolsillos, que les paguen uno de esos planes que han mal acostumbrado a un poco más de media nación.

De esa manera, un país, el nuestro, se ha empobrecido en todo sentido.

Cada habitante debiera tener en claro que la Argentina no será sino por la suma o resta del valor moral de cada uno de sus habitantes. Que cada uno vale, suma o resta.

Cada habitante debiera reflexionar sobre lo que hizo a nuestros abuelos seres dignos, de palabra. De honor.

La hora invita a reflexionar sobre un gran valor anulado y perdido que enorgullecía a nuestros ancestros y, aunque tenga argumentos para autojustificarse, sabrá su inconsciente que pertenece a una generación que ha agotado esenciales recursos, desbaratado aquello que hizo de Argentina un gran país, que brillaba en el mundo no sólo por sus maravillosos y variados dones naturales, ¡tantos!, sino por la nobleza y dignidad de su pueblo. Un pueblo que luchaba orientado hacia nobles fines.

Si no nos detenemos ya y meditamos sobre este tema de fundamental importancia podemos ir llorando por nuestras mermas de todo tipo y, sobre todo, por la herencia que dejamos a las generaciones venideras.

* Educadora y escritora


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