El virus autoritario
En medio de la segunda ola de la pandemia, los acontecimientos producidos en Colombia y El Salvador pusieron en evidencia hasta qué punto la “tormenta perfecta” de crisis sanitaria, económica y social que afecta a las desiguales y desencantadas sociedades de Latinoamérica puede traducirse en avances del caudillismo, autoritarismo y ruptura democrática.
En El Salvador, su “presidente millenial”, Nayib Bukele, confirmó los temores sobre su estilo cada vez más personalista y despreciativo de las formas republicanas. Bukele ha hecho de la ruptura con el desprestigiado sistema político salvadoreño la marca de su gestión. Su estilo informal, directo y el intenso uso de las redes sociales para comunicar decisiones le han granjeado popularidad en su país. El año pasado ya hizo sonar alarmas cuando irrumpió en la Asamblea Nacional con militares y policía armados para forzar una sesión parlamentaria sin quórum.
Los comicios legislativos le dieron una cómoda mayoría en el Congreso, de modo que ahora decidió avanzar sobre el único poder que aún le ofrecía resistencia: el judicial. Destituyó a jueces de la Corte Suprema y al fiscal general, que habían cuestionado la legalidad de las restricciones sanitarias, mediante el régimen de excepción, por considerar que vulneraban derechos fundamentales. A pesar de las críticas por esta excesiva concentración de poder, el presidente prometió continuar con la “limpieza en casa” anticipando nuevas destituciones de jueces “que le impiden cuidar a la ciudadanía”. Además, el Congreso aprobó una reforma la ley de imprenta de 1950 que sube la presión sobre los medios independientes.
En Colombia, el gobierno de Iván Duque sacó a los militares a las calles para enfrentar las masivas manifestaciones en contra de una reforma tributaria que castiga a la clase media y de la creciente violencia policial contra organizaciones sociales. Los disturbios dejaron decenas de muertos y heridos, antes que el gobierno decidiera retirar su impopular iniciativa. Pese a todo, el malestar social no merma y la política de “mano dura” añadió combustible al fuego. La distancia entre las propuestas fiscalistas y el estilo tecnocrático del gobierno y las necesidades reales de una población agobiada por el covid-19, niveles de pobreza y desempleo que llegan a máximos y un frágil proceso de paz, hacen compleja cualquier negociación.
Estos dos casos muestran cómo la pandemia agravó problemas estructurales que ya se evidenciaban con los estallidos sociales y protestas en varios países en 2019, “suspendidos” por la irrupción del virus pero que ahora vuelven a aflorar con mayor fuerza: economías estancadas, desigualdad, pobreza, polarización política, corrupción, altos niveles de delincuencia e incapacidad estatal para dar respuestas. En medio de esta “fragilidad democrática”, las medidas excepcionales por la pandemia han exacerbado liderazgos personalistas y la tentación de los gobiernos a saltarse o ignorar la división de poderes.
A los casos de Colombia y El Salvador se suman Nicaragua y Venezuela, cuyo regímenes han aumentando sus tendencias autoritarias. En Brasil, el presidente Jair Bolsonaro polariza cada vez más al país, en medio de una tragedia sanitaria. Perú elige presidente entre dos candidatos con cuestionadas credenciales democráticas y un sistema fragmentado. Chile define una nueva Constitución con un gobierno desprestigiado y una renovada protesta social.
Como señala el politólogo Daniel Zovatto “ningún país de América Latina está vacunado contra el virus autoritario”; plantea la necesidad de lograr una triple legitimidad democrática: de origen (quien llege al poder debe hacerlo vía elecciones libres y justas), de ejercicio (quien gobierne debe respetar contrapesos y la división de poderes) y de resultados (con respuestas oportunas y eficaces a las demandas ciudadanas).
Lo vivido esta semana en la región hace urgente repensar las instituciones y plantear reformas de fondo que apuntalen un Estado democrático transparente y eficaz, que se gane nuevamente la confianza de los ciudadanos.
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