Recorre la Patagonia en un Chevrolet de 1967
Maxi Rosano ya hizo seis viajes con amigos desde Buenos Aires y este año con Walter y Alan anduvieron por Villa La Angostura, Junín y San Martín de los Andes.. Es hincha de Ford: "No importan las marcas, importa la pasión por los fierros", explica.
Maxi Rosano es flaco, alto, usa gafas de sol, suele viajar con un sombrero y sus compañeros de ruta conocen bien su espíritu alegre y su risa contagiosa mientras suenan los Rolling Stones a bordo. A los 32 años, soltero, vive en San Martín, al norte del gran Buenos Aires, se gana la vida como carpintero y tiene dos pasiones: los fierros y la Patagonia. Atesora un Ford Falcon Sprint de 1974 al que cuida como un bebé, pero al sur siempre va con otro clásico, un Chevrolet 400 Super 230 de 1967, caja de tercera al volante y los detalles originales al que llama “El Ojudo”, en homenaje a un perro callejero que se había encariñado con él, lo seguía hasta cuando iba a jugar a la pelota y que se le murió en los brazos cuando lo pisó un colectivo frente al taller. De tan cariñoso y noble se hacía querer y tenía los ojos saltones como los faroles de esa maravilla que levanta oleadas de admiración en las estaciones de servicio y las trepadas de montaña y le rinde 12,5 km a 110 km/h. En el verano lo hizo rugir en los caminos de la cordillera neuquina: no importa si es asfalto o ripio, si hace falta le saca un poco de aire a las gomas y se manda entre la tierra y las piedras en busca del lugar perfecto para acampar, siempre con las cosas claras: “Esto es fácil, si te gusta el lugar, cuidalo. Dejalo limpio para el que venga después que vos”, explica. Esa es una de sus máximas. “Quien tiene magia no necesita trucos”, otra.
Es socio del Club Amigos del Falcon y viaja en ese Chivo de leyenda. Al club le agradece el aguante, el respeto a la oveja descarriada, si a veces hasta va con el Chevrolet a los encuentros de Ford. “Es como que te gusten las minas y los tipos”, por ahí lo carga alguno. “Con todo respeto, en mi caso sería entre rubias y morochas. Si te gusta la chica, qué importa el color del pelo”, es su filosofía. «No importan las marcas, lo que importa es la pasión por los fierros», agrega. Pero si esa grieta no le va, con él fútbol es otra cosa. “Y no, la de Boca no me la pondría nunca”, dice y suelta la carcajada, fana de River hasta el final. “El futbol es otra cosa”, aclara.
Cada año, tras regresar, cuenta los días para llenar el tanque, preparar la carpa y volver a salir: ya hizo seis travesías por las rutas de la Patagonia con El Ojudo, unos 50.000 kilómetros de aventuras con Walter Massimino, su inseparable compañero de aventuras y otros viejos y nuevos amigos.
Conocen, entre muchos otros destinos, las aguas cálidas y transparentes de Punta Perdices antes de la invasión de turistas, las mágicas vistas desde el cerro Piltriquitrón en El Bolsón, los caminos entre cipreses de la Comarca Andina, los rincones menos transitados de Bariloche, las curvas y las rectas de los Siete Lagos, las playitas de cara a aguas cristalinas y picos nevados, los campings agrestes y los organizados, los hostels y cabañas a precios razonables. Este verano, con Alan como tercer integrante en su debut en el equipo viajero, también acamparon de cara al volcán Lanín con el que sueñan hacer cumbre en el próximo viaje.
Y si de amistad se trata, nada mejor que dos historias para graficar que lo bueno en la ruta siempre vuelve. La primera ocurrió en Chichinales, en el único viaje en dupla, junto a una Chevy también de colección que iba adelante con David al volante cuando vieron que largaba humo de una cubierta.
Se les complicó avisarles porque escuchaban Led Zeppelin al taco, pero al final se dieron cuenta y frenaron: se había cortado el palier. ¿Cómo conseguir uno ese finde largo de carnaval en la ruta nacional 22? Mientras Maxi partía hacia Regina, Walter se sacaba la remera y se metía en Chichinales al trote. Temían quedarse varados tres o cuatro días hasta que todo volviera a estar en marcha
Maxi consiguió una grúa, frutas y provisiones. Su compañero se apareció en la estanciera con motor de Taunus del mecánico Walter, que ahí nomás llamó a su amigo Nico, que hizo otra llamada y consiguió gratis ese palier especial más ancho y más largo en un campo. Llevaron la Chevy al taller en la grúa, Walter la arregló después de cuatro horas y no les quería cobrar. “Más vale que le pagamos. Así es la ruta, pasan cosas imposibles. Quedó una amistad con ellos y cada vez que podemos pasamos por el Alto Valle a darles un abrazo”, cuenta Maxi. “David se emocionó cuando el mecánico no le quería cobrar. ‘Ustedes hubieran hecho lo mismo por mi’, decía. Lo miré a David y tenía los ojos brillosos. No ves gestos así en Buenos Aires, gente tan noble”, dice Walter.
Otro groso de los caminos es Luis, que tiene en Junín de los Andes la casa de repuestos Cuarto de Milla, una especie de santuario rutero para los viajeros. Ahí tiene una pieza, que llaman “La covacha del general”, con las puertas siempre abiertas para los amigos en busca de una escala y la mejor onda. Ahí, entre lagos y laderas, hay una banda solidaria ideal para solucionar problemas y compartir un asado: Franco el bombero, Bebu el taxista, Hernán el de la famosa camioneta, Cristian (le dicen Toribio por su Torino), el Tucu (el mecánico de al lado) y el Panda. Una parada religiosa en cada travesía.
Para Maxi, la aventura con el Chevrolet empezó hace 10 años, cuando lo descubrió en la calle uno de esos domingos que llevaba de vuelta a la capital a su tío abuelo Gustavo Dudka que iba a visitarlos a la provincia. Tomaba la General Paz y al bajar por Constituyentes lo vio, sucio y con una lata en el techo. Una tarde se decidió a dar una vuelta para probarlo, aunque no estaba convencido. “Compralo, no seas boludo”, fue el consejo de su padre.
Le hizo caso: cuando lo estacionó, supo que sería suyo y aún le agradece esas palabras y a Osman y Germán que se lo hayan vendido. Lo dejó como nuevo con sus propias manos y siempre se encarga de la mecánica, excepto lo que deja para el carburista Fabián González, el único al que le permite meter mano. “Una eminencia”, lo define, que lo dejó a punto antes de salir a la gira del verano 2021.
Pasaron por La covacha del general en Junín, pararon en un camping mapuche al pie del volcán Tromen, recorrieron Villa La Angostura, hicieron como siempre la Ruta de los Siete Lagos y en el lago Paimún dos chicas les pidieron si podían apagar la luz para poder ver los ovnis en ese cielo puro como solo la Patagonia ofrece. “Son satélites”, les dijo Maxi, que sabía que esa noche de febrero habría una caravana espacial. Después de las risas, siguió la charla y el fogón hasta el amanecer.
Después los invitaron a San Martín de los Andes y se pasaron a la 4×4 de ellas para ir a Yuco y sus playas de aguas cristalinas. A la noche fueron todos en el Chevrolet a la costa del Lácar: las chicas querían experimentar esa reliquia. ¿El resultado? “Y, a ellas les gusta el confort y nosotros la aventura”, responde Walter y se ríe, como Maxi. ¿Y pasó algo más con ellas, hubo onda? Ahora la respuesta es el silencio: ya se sabe que los caballeros no tienen memoria.
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