El agente naranja

Por Aleardo F. Laría

Transcurrido un cierto tiempo, las guerras, como los golpes de Estado, aparecen como actos crueles, innecesarios e inútiles. La guerra de Vietnam, por ejemplo, acabó en 1975 y vista desde la perspectiva actual, resultan incomprensibles las causas que llevaron a un conflicto en el que perdieron la vida 3.000.000 de vietnamitas (sí, ha leído bien, tres millones) y 50.000 norteamericanos.

Lo terrible es que el transcurso del tiempo difumina las causas de los conflictos, pero no elimina las secuelas físicas y humanas que dejan. Entre 1962 y 1971, el ejército de los Estados Unidos lanzó sobre la selva de Vietnam miles de toneladas de un desfoliante químico llamado «agente naranja» (por las etiquetas de ese color que identificaban a los bidones donde se almacenaba). El objetivo militar consistía en arrasar las cosechas y sacar de sus escondites a los guerrilleros comunistas del Vietcong. Las consecuencias civiles de aquella decisión han sido terribles.

Según la Asociación Vietnamita de Víctimas del Agente Naranja, al menos un millón de vietnamitas ha padecido serios problemas de salud o nacido con deformidades como consecuencia de los efectos del agente naranja. Niños ciegos, otros que nacieron sin manos o con sus rostros completamente deformados, son las víctimas anónimas e inocentes del terrible herbicida. Algunos han formulado reclamaciones por indemnizaciones, que actualmente están bajo examen en los tribunales de Estados Unidos.

Las recientes guerras de Yugoslavia, Afganistán e Irak están más próximas en el tiempo. Sin embargo, comienza a predominar la idea de que fueron provocadas por decisiones erróneas y que sus resultados resultaron contraproducentes. De lo que nadie duda es del daño y del dolor que todavía acarrean.

En Kosovo, una provincia serbia de mayoría albanesa en espera de un estatuto definitivo, son todavía profundas las huellas de la violencia étnica. En junio de 1999, cuando entraron las tropas internacionales, luego de la retirada del ejército yugoslavo, había 120.000 gitanos. Ahora sólo quedan 12.000. En marzo del 2004 y pese a la presencia de 15.000 soldados de la OTAN, radicales albaneses mataron a 19 serbios y quemaron más de 4.000 casas. Penosos resultados para una guerra librada por «el prestigio de la OTAN» y que arrasó con toda la infraestructura civil e industrial de Serbia.

En relación con la guerra de Afganistán, la ONU publicó un informe en el que señalaba que el 87% del opio producido en el mundo en el 2004 procedía de Afganistán, donde la cosecha había sido un 64% superior a la del 2003. El comercio de drogas supuso casi un 60% del PIB de Afganistán. No se han publicado cifras sobre las víctimas de este conflicto, pero la violencia continúa puesto que ocasionalmente nos llega alguna información sobre el bombardeo de una aldea en la que se refugiaban «talibanes».

En Irak, según afirmaciones del prestigioso economista norteamericano Jeffry Sachs, «cada vez hay más pruebas de que la guerra de Estados Unidos ha acabado con la vida de decenas de miles de civiles iraquíes», quizá más de 100.000 según un estudio de la revista médica británica Lancet. Según Sachs, esta carnicería es sistemáticamente ignorada por Estados Unidos, donde los medios y el gobierno retratan una guerra que carece de muertes civiles, ya que no existen civiles iraquíes, sólo insurgentes. El comportamiento de EE. UU. y la percepción que tienen de sí mismo revelan la facilidad con la que un país civilizado puede embarcarse en la matanza a gran escala de civiles sin debate público alguno».

Por su parte, Amnistía Internacional ha denunciado que la «guerra contra el terrorismo», liderada por Estados Unidos se está llevando por delante 60 años de derecho internacional. Las prácticas de tortura que EE. UU. aplicó a detenidos en las cárceles de Abu Ghraib (Irak), Bagram (Afganistán) y Guantánamo (Cuba), prohibidas por todas las convenciones internacionales, se practican bajo un nuevo lenguaje que aspira a hacerlas admisibles con expresiones como «manipulación sensorial» o «posturas estresantes». Amnistía considera que en el 2004 se ha documentado por vez primera la «subcontratación de la tortura» por parte de EE. UU., trasladando a detenidos hacia países como Marruecos y Egipto, que toleran esas prácticas.

A la vista de estos resultados, no hace falta sumar los terribles efectos de las crueles acciones terroristas de represalia, provenientes del fundamentalismo islámico, para percibir la inutilidad de apagar los conflictos lanzando «agentes naranjas» sobre ellos. Es hora de pensar si tanto dinero destinado a la maquinaria destructora de la industria bélica (500.000 millones de dólares anuales en EE. UU.) no merece mejor destino. Mientras no cambie la visión que reduce a un enfrentamiento bélico los complejos conflictos políticos internacionales, seguirá teniendo vigencia la ácida sentencia de Robert Held: «La expresión latina 'homo homini lupus' (el hombre es un lobo para el hombre) es una vil calumnia contra los lobos».


Transcurrido un cierto tiempo, las guerras, como los golpes de Estado, aparecen como actos crueles, innecesarios e inútiles. La guerra de Vietnam, por ejemplo, acabó en 1975 y vista desde la perspectiva actual, resultan incomprensibles las causas que llevaron a un conflicto en el que perdieron la vida 3.000.000 de vietnamitas (sí, ha leído bien, tres millones) y 50.000 norteamericanos.

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