Gracias Dios, por el fútbol, por estas lágrimas, por Diego Armando Maradona
Recuerdos de un hincha que lo vio jugar en la Bombonera cuando el 10 condujo a Boca a ganar el campeonato de 1981.
Nunca voy a olvidar aquella primera vez que te vi en la Bombonera, esa tarde de sol que entraste al área por la izquierda y se la picaste al arquero de San Lorenzo. ¿Cómo se hace para gambetear en velocidad, frenar en una baldosa y acariciarla para que tome esa comba inalcanzable y perfecta sobre el Flaco Cousillas, que miró a sus defensores incrédulo como buscando una explicación? Andá a explicarlo, se hace si te tocó la varita, a vos más que a ningún otro, como en ese partido que te gambeteaste a medio Estudiantes a los 30 segundos y no entró a la videoteca porque no fue gol, se fue apenas por arriba, pero sí entró ese que desparramaste a puro amague de potrero a dos leyendas como Fillol y Tarantini de cara a la 12 en aquel 3 a 0 a River esa noche de lluvia, guadañazos criminales de Pasarella y piedrazos que nos caían de la segunda bandeja visitante mucho más rápido que los que subían desde la tribuna de socios local.
Video: Diego Maradona y el gol del siglo
Qué lindo era tomarse el 33 lleno de bosteros felices de saber que te íbamos a ver salir del túnel a la cabeza de la fila aunque después, como toda la vida, tuvieras que meter un pique corto para eludir a los fotógrafos que te rodeaban mientras tus compañeros elongaban solitarios.
Había que llegar tres horas antes para poder entrar y delirar con los milagros de cada domingo, esa promesa de que algo mágico podía suceder en cualquier momento y no te podías desconcentrar como ese que se fue a comprar una hamburguesa segundos antes de que Enrique te la diera para que avanzaras por la derecha, genio del fútbol mundial.
Que lindo era vivir cada avalancha que armabas en el templo, bajar los escalones a los saltos con el Profe, esquivar las barandas, la boca llena de gol, la mirada un poco en la cancha y un poco abajo a ver qué pisabas, los brazos estirados para frenar en la espalda del hincha de adelante, como en aquella, la más grande de todas, en el partido clave contra Ferro, cuando le pusiste al Mono Perotti una pelota tan buena como la de Burru contra Alemania y fuimos campeones las dos veces.
Muchos años después, cuando volví a la Bombonera con mis hijos para conocer el Museo, como parte del tour un guía colombiano y carismático explicaba a un grupo de unos 50 visitantes entre los que había españoles, brasileños, alemanes y peruanos cómo bajar esos escalones en la estampida y los hacía practicar. Ahí estaban a pura carcajada y nosotros nos prendimos en esas mismas tribunas que conocí de la mano de mi viejo. Después del entrenamiento en avalanchas, el guía señaló tu palco, justo en el centro de todo, como siempre. Qué lindo era verte ahí a puro grito y arenga, aunque rezáramos para que no te cayeras, que Dalma y Gianinna pudieran sostenerte.
Qué lindo fue verte con la 10 azul y oro que le dejaste a Román, esa sonrisa inolvidable en el salto del festejo que hasta eso te salía perfecto, coreográfico, siempre con el puño apretado, como el país en el relato que Víctor Hugo consiguió poner a la altura el día de tu obra cumbre, la jugada de todos los tiempos cuando más hacía falta en el partido que más queríamos ganar, contra los ingleses que ya intimidabas de reojo cuando sonaron los himnos en el Azteca. Después les mostraste que el juego que inventaron tenía una dimensión que desconocían, que no podían comprender ni defender. Y que hasta un pirata podía perder la billetera.
Qué lindo fue verte con la 10 celeste y blanca que le dejaste a Leo desde aquel mundial juvenil en Japón con partidos a las tres de la madrugada en el 79, brillar en el Barca hasta que te fracturó el vasco, llevar al Nápoli a lo más alto y levantarse temprano los domingos para ver tus partidos italianos por Canal 9. Después, en México, nos llevaste a todos a la gloria y te volviste eterno.
En el 95, cuando volviste a Boca, caímos con el Patán tres horas antes como cuando éramos pibes y nunca vi tanta gente en la Bombonera como esa vez contra Colón. No se podía bajar y un policía, con un cabeceo, nos dejó ir a buscar un huequito en los últimos escalones trepados al muro que separaba la popular de la platea, agarrándonos de los barrotes.
El primer tiempo no lo jugaste de la emoción cuando salieron Dalma y Gianinna de una caja sorpresa, el segundo la rompiste, hasta le trabaste una abajo a Saralegui para recuperarla como si en tu repertorio también pudieras ser Giunta o el Chicho. Había que estar atentos por si se venía la avalancha, porque estábamos bien abajo: fue al final, a los 89, cuando Scotto cabeceó un centro del Kily, ganamos uno a cero y arengaste a la hinchada debajo del mechón amarillo antes de invitarlo a Toresani a pelear en La Habana y Segurola y después te hiciste amigo, como tantas otras veces.
El Patán me pasó recién por WhatsApp una foto tuya en andas mientras levantás la Copa del Mundo del 86. La acompaña esta frase: “No te juzgo por lo que hiciste con tu vida. Te amo por lo que hiciste con la nuestra. Hasta siempre”.
Gracias Dios, por el fútbol, por estás lágrimas, por Diego Armando Maradona. Te fuiste a jugar al Cielo: seguro que allá arriba el Tata Brown y Cuciuffo, otros dos héroes de México, ya armaron el partido de bienvenida y no deben quedar entradas. Por ahí andará el inolvidable Negro Fontanarrosa para escribir la crónica que nunca hubiera querido hacer. «La verdad es que no me importa lo que hizo con su vida, me importa lo que hizo con la mía», respondió una vez cuando le preguntaron por el 10 y acaso inspiró la imagen que viajó por las redes el día que la pelota se manchó de tristeza para siempre y el barrilete cósmico remontó vuelo al punto de partida.
*Mañana edición histórica del diario Río Negro*
Historias, la carrera de Diego, infografías, análisis, fotografías, su vida como deportista y como personalidad pública internacional. Más páginas y poster especial.
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