La historia de una madre y su hijo con coronavirus aislados en un hotel

Mariela relató cómo vivió los días de aislamiento en una habitación de un hotel céntrico de Bariloche, junto a su niño de 2 años, que se contagió de covid-19.

Esa primera noche, Mariela no durmió. Sólo abrazó a su hijo que descansaba en esa cama pequeña y lo besó varias veces. Quería protegerlo con su vida en esa habitación desolada de un hotel del centro de Bariloche, donde debían cumplir el aislamiento. La angustia le carcomía el alma y se sentía culpable porque su pequeño se había contagiado la covid-19, que transmite el nuevo coronavirus.

Se lamentaba porque había dejado a su hijo con su hermana, para ir a trabajar. Y una persona que estaba contagiada, sin saberlo, replicó el virus en la casa de su hermana, en Dina Huapi.

Cuando Mariela se enteró, llamó de inmediato al hospital Ramón Carrillo. Relata que llevó a su hijo a la pediatra que dispuso hacerle el hisopado. El resultado la dejó sin aliento: su bebé de 2 años estaba contagiado. Allí, empezó la odisea.

Desde el hospital les informaron que debían aislarla con el nene, en un hotel de Bariloche. La ambulancia llegó la noche del jueves 23 de julio pasado a buscarlos a su hogar.

“La llegada al hotel es muy incómoda”, relata. Recuerda que bajó de la ambulancia, le abrieron las puertas del hotel y apenas cruzó el umbral escuchó la primera advertencia. “No toqués nada”, le indicó una persona a varios metros de distancia.

Entró, temerosa, con su hijo al ascensor para dirigirse a la habitación asignada, mientras una persona del hotel subía por las escaleras.

Dice que apenas cerró la puerta del cuarto, no pudo contener las lágrimas. La primera noche en el hotel fue durísima. Comenta que lloraba en silencio para que su hijo no la viera mal. Las horas de esa madrugada se hicieron eternas. “No pude dormir en toda la noche”, cuenta.

Había dos camas pequeñas en la habitación. Le habían recomendado dormir separados porque ella no estaba contagiada. Pero Mariela quería abrazar a su hijo, que estaba angustiado. “Que sea lo que tenga que ser, ya estoy jugada”, dice que pensó en ese momento.

En la habitación había alcohol en gel por todos lados y un termómetro para tomarse la temperatura. Su hijo solo tuvo un poco de fiebre y mocos los dos primeros días.

Era horrible ver por la ventana cómo las personas se bajaban de la ambulancia con el mismo temor que yo tuve”.

relata Mariela.

Mariela estaba preocupada por sus hijos más grandes, que habían quedado con su esposo, aislados en la casa, y por la salud de una amiga, que se había contagiado y estaba internada en terapia intensiva. Su amiga se contagió el mismo día que su hijo. Pero como tenía otras patologías, era paciente de riesgo.

Afirma que, al principio, su hijo no entendía lo que pasaba. Ella tuvo que inventar una historia para convencerlo de que debían permanecer en ese lugar. Le explicó que el hotel era, en realidad, la casa de la doctora.

“Me sentía muy mal por mi hijo, me sentía culpable y mi hermana también estaba mal porque mi hijo y nuestra amiga se habían contagiado en su casa”, explica Mariela. “Lloraba escondida, pero cuando él me veía me decía: ¡mamá estás mañosa!”, recuerda.

Valora el acompañamiento que tuvo. “Me ofrecieron hablar con un asistente social, me preguntaron si quería charlar con un psicólogo”, explica. Los llamados de la pediatra, Carolina, fueron muy importantes durante la internación en el hotel. “Todos tienen mucho trabajo. Ni duermen a veces por la cantidad de pacientes que tienen”, advierte Mariela.

“Mirábamos por la ventana a los bomberos, policía y gendarmería que traía las viandas”, relata. Las raciones de comida envasada se entregaban en una caja de telgopor. La dejaban en el pasillo, sobre una sillita y les avisaban para que salieran a buscarlas. No había ningún contacto. Todo era descartable.

El tema de la comida se transformó en un juego. La persona que dejaba las viandas en el pasillo golpeaba la puerta y lo saludaba al niño, que respondía desde la pieza.

Hubo días difíciles. Sobre todo, cuando su hijo le pedía salir de la habitación, cuando observaba a chicos  jugando, porque desde la ventana se veía la Costanera. “Me preguntaba ¿por qué no podíamos ir afuera’” .

Dice que apenas su hijo escuchaba que la ambulancia llegaba al hotel con pacientes para internarse, se aproximaba a la ventana. “Él los saludaba y la gente de la ambulancia le prendía la sirena. Estaba feliz”, afirma. “Se lo fui pintando como que estaba bueno estar ahí”, comenta. “Traté de ver el lado positivo”.

Sostiene que el tiempo era como que se había detenido. “Desinfectaba la habitación, el baño, ordenaba como para que avanzara la hora, pero miraba el reloj y apenas habían pasado quince minutos”, apunta.

Cuenta que su hijo estaba enojado con su papá, porque él había cerrado la puerta de la ambulancia la noche que se fueron de la casa rumbo al hotel. “Papá malo decía y le cortaba la llamada”, rememora Mariela.

Durante esos 10 días que estuvieron confinados, un mono se transformó en el compañero inseparable de su hijo. “Lo abrazaba y le decía: mono ya te va a venir a buscar tu papá”, relata la mujer. Es un muñeco que tiene desde bebé.

Hubo días que Mariela no sabía qué inventar. “Nos habían regalado un rompecabezas en el hotel que lo armamos como veinte veces”, asegura. “Cuando escuchaba que golpeaban la puerta de la habitación, mi hijo salía a buscar su barbijito y se lo ponía”, relata.

Los abuelos fueron a dejarles cosas algunos días y lo saludaban desde la calle. Pero el niño se angustiaba. Por eso, Mariela les pidió que no vayan.

Valora el trabajo del personal en los hoteles. Son personas expuestas  al contagio todo el tiempo.  “Veía las noticias de cómo se habían disparado los casos en Bariloche y eso me angustiaba”, recuerda.

El décimo día de aislamiento, Mariela le avisó a su hijo que regresaban a casa. “¿Cómo? ¿No nos vamos a quedar en la casa de la doctora?, me respondió”, recuerda. Se marcharon con más bolsos por los regalos que le habían dado a su hijo en el hotel. Lo insólito, es que ella nunca se contagió.


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