Una práctica judicial que restaure el equilibrio perdido
Martín Lozada*
Es un secreto a voces: la administración de justicia, en muchas ocasiones, resulta deshumanizadora, excesivamente profesionalizada y burocratizada. Tanto como para generar la insatisfacción de quienes han recurrido en busca de su servicio.
A partir de dicha constatación se vienen elaborando distintas propuestas en el ámbito del derecho y la práctica judicial, tanto teóricas como empíricas, dirigidas a superar esos indeseados resultados.
Una de ellas tuvo su origen en el año 1974, en Kitchener -Canadá-, en el contexto de un caso de vandalismo juvenil contra propiedades de una iglesia y de ciertos vecinos del barrio en donde aquélla se encontraba emplazada.
Fue entonces cuando un oficial de probation propuso un encuentro entre las víctimas afectadas y los menores involucrados. Allí se reconoció el daño realizado y se ofreció llevar a cabo una serie de actos de reparación. Tuvo comienzo lo que hoy conocemos como “justicia restaurativa”.
Esa práctica coincidía con tres movimientos de fuerte impacto jurídico internacional. Por un lado, con la tendencia a impulsar formas alternativas de resolución de conflictos, con una mayor participación de las partes involucradas, mediante la ayuda de un tercero.
Por otro, con la reconsideración del rol de las víctimas en el sistema penal, postulando el reconocimiento de sus derechos.
Finalmente, con el movimiento de alternativas a la pena de prisión, que advirtió en las formas restaurativas posibilidades de desarrollo en tanto servían para controvertir los postulados de la justicia retributiva.
Un principio esencial del edificio restaurativo es la voluntariedad. Se trata de una práctica judicial que no puede imponerse, sino sólo facilitarse y ofrecerse a las víctimas, los victimarios y las comunidades implicadas.
Es una vía de acción que -tal cual señala la investigadora Gema Varona Martínez- no es rápida ni productivista, sino más bien sosegada y procedimental. Y ello es así, por cuanto implica detenerse a escuchar y entender a las víctimas, respetando sus tiempos y evitando su instrumentalización.
Trae aparejada, además, una reparación activa del ofensor en el contexto de una comunidad que también comprende su rol situacional, en tanto escenario en cuyo interior -y no afuera- ocurre la acción dramática.
El Instituto Internacional de Prácticas Restaurativas destaca diversas características de este enfoque al conflicto. En primer término, el reconocimiento del protagonismo a los involucrados en un hecho delictivo, quienes toman parte en la gestión de sus consecuencias.
Otro tanto sucede con la reparación a las víctimas y la comunicación y diálogo entre víctimas, victimario y comunidad.
E incluso con la voluntariedad de las partes respecto de su intervención y los posibles acuerdos y compromisos a los que se arriben, así como el valor simbólico que posee la reparación en tanto reflejo del bienestar de la víctima y la comunidad.
A las prácticas restaurativas les subyace el rechazo de la lógica retributiva que acostumbra a compensar el daño con otro de equivalente magnitud. Tienden, en ese sentido, a asegurar que el ofensor sea consciente del daño causado y se comprometa a repararlo, contando con la intervención de una persona facilitadora de la comunicación.
Como otras teorías y praxis forenses gestadas en las últimas décadas, la restaurativa ofrece herramientas útiles respecto de un número no menor de conflictos, muchas veces perpetuados por la lógica binaria del castigo y la exclusión.
* Doctor en Derecho (UBA) – Profesor titular de la Universidad Nacional de Río Negro (UNRN)
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