Los misterios del poder
No hay indicios de que el país esté dividiéndose entre “albertistas” y “cristinistas”, porque se consolida el consenso de que Alberto irá a cualquier extremo para convencer a Cristina de su lealtad.
Desde fines del año pasado, los interesados en las vicisitudes nacionales están preguntándose: ¿quién gobierna la Argentina? ¿Sería el presidente Alberto Fernández, o la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner? Nadie sabe la respuesta. A veces parecería que Alberto es responsable de las decisiones clave, pero entonces ocurre algo que hace pensar que en verdad es Cristina la que siempre tiene la palabra final.
Nada de eso importaría si fuera evidente que los dos comparten el mismo ideario, pero muchos que votaron por Alberto en las elecciones presidenciales lo hicieron porque creían que era un centrista moderado que en el fondo despreciaba al kirchnerismo; la profusión de videos, que los canales televisivos difundían una y otra vez, en que criticaba a la señora con desparpajo lo ayudó a seducirlos.
El embrollo que se ha creado se asemeja al del Japón a mediados del siglo XIX, cuando el poder genuino aún estaba en manos de personajes oscuros que hacían del shogun militar un títere dócil, mientras que los partidarios del emperador deificado, cuyo rol era meramente simbólico, querían que lo tuviera un monarca claramente incapaz. Para los europeos y norteamericanos que esperaban hacer negocios con un país que comenzaba a abrirse al mundo exterior, identificar al líder no era nada fácil. Como aprendieron los franceses, alcanzar acuerdos con el shogun no les sirvió para mucho.
Para la Argentina que, nos dicen, es un “país presidencialista”, cuando no “hiperpresidencialista”, las dudas en cuanto a quien lleva las riendas del poder hacen aún más difícil la búsqueda de una forma de salir de una crisis angustiante. Entre otras cosas, al gobierno no le es dado elaborar una política económica más o menos coherente porque las presuntas ideas de Alberto acerca de lo que convendría hacer para poner el país en marcha nuevamente no coinciden con las de Cristina y quienes la rodean.
Para complicar todavía más la situación en que nos encontramos, los hay que, con razón o sin ella, suponen que la vicepresidenta y sus allegados hayan apostado a que fracasen los esfuerzos de Alberto por mantener la economía a flote porque esperan aprovechar el desastre que prevén, una sospecha que, como es natural, hace más inciertas las perspectivas ante un país traumatizado por la combinación nefasta de un prolongado deterioro económico y una pandemia que no deja de expandirse.
Como suele ser el caso en coaliciones heterogéneas que fueron improvisadas con el único propósito de sumar votos, casi todos los miembros del gobierno desconfían de sus colaboradores, superiores y subordinados. Los nombrados por Alberto no pueden sino temer que aquellos que deben su puesto a Cristina estén intrigando en su contra, y viceversa. Aunque el presidente procura convencer al público de que las diferencias entre las distintas facciones que forman su “equipo” carecen de significado, se ha hecho habitual atribuir sus declaraciones más sorprendentes, y las de funcionarios calificados de “albertistas”, a su voluntad de congraciarse con quienes no vacilan en recordarle que responden solo a Cristina.
Hasta cierto punto, el que un gobierno sea “bifronte” o “bicéfalo” podría tener sus ventajas; cuando de generar su propia oposición y de tal manera conseguir el apoyo de quienes de otro modo se mantendrían indiferentes se trata, los peronistas, que a través de los años han logrado representar casi todas las opciones ideológicas concebibles, son expertos consumados.
Sea como fuere, no hay indicios de que el país esté dividiéndose entre “albertistas” y “cristinistas”, en buena medida porque está consolidándose el consenso de que Alberto irá a virtualmente cualquier extremo para convencer a Cristina de su lealtad y que por lo tanto el “albertismo” nunca fue más que un producto de la imaginación de gente asustada por el regreso al poder del kirchnerismo.
El desvanecimiento del sueño albertista ha dado nueva vida a Cambiemos que, después de la derrota electoral de Mauricio Macri, si bien por un margen no tan grande como muchos aguardaban, corría el riesgo de fragmentarse. Aunque la agrupación dista de haber resuelto sus muchos problemas internos, en especial los vinculados con el liderazgo, los adherentes a la fuerza opositora principal del país saben muy bien lo que no quieren y cuentan con el respaldo de millones de personas que, para alarma de los oficialistas, están dispuestas a celebrar grandes manifestaciones espontáneas en contra de aquellas iniciativas que les parecen antidemocráticas, de tal modo advirtiéndole al gobierno que la historia política de la Argentina dista de haber llegado a su fin.
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