Política y politiquería

Por James Neilson

No cabe duda de que la gran crisis argentina -mejor dicho, latinoamericana, porque es común a una veintena de países de cultura parecida- es esencialmente política por tratarse de una consecuencia trágica de la incapacidad de las élites de una región para brindarle la clase de liderazgo que le permitiría tomar el lugar que le corresponde al lado de América del Norte y Europa occidental como uno de los tres pilares del mundo occidental. Otras explicaciones, según las cuales los países latinoamericanos han sido condenados al atraso por la geografía o por un orden económico planetario injusto, no convencen. Australia está aún más alejada del «centro» que cualquier país de la región, pero esta hipotética desventaja no la ha perjudicado, mientras que México no podría estar más cercano al país económicamente más dinámico de todos. En cuanto a la presunta imposibilidad de abrirse camino por haberse cerrado el sistema económico imperante a fin de impedir que otros países consigan desarrollarse, las proezas del Japón y Taiwán, seguidas últimamente por el resurgimiento de China y, con menos espectacularidad, de la India, han hecho trizas aquella tesis a un tiempo derrotista y autocompasiva. Con todo, aunque en buena lógica el avance impetuoso no sólo del Japón, un país sui géneris si los hay aunque su experiencia entraña muchísimas lecciones para los demás, sino también de gigantes que hasta hace poco simbolizaban la miseria multitudinaria como China y la India, ha servido para sepultar muchas teorías tradicionales, algunas élites latinoamericanas siguen resistiéndose a darse por enteradas. Su reacción se asemeja a la de ciertos lobbies étnicos en Estados Unidos, que se han habituado a atribuir automáticamente la pobreza y el bajo nivel educativo de las minorías negra e hispana al racismo de los blancos, frente al ascenso sumamente rápido de los inmigrantes asiáticos y sus hijos. A pesar del presunto racismo de la mayoría y en muchos casos de tener que aprender un idioma nuevo y adaptarse a una cultura radicalmente diferente, los jóvenes chinos, japoneses, coreanos e hindúes pronto llegaron a ocupar tantos lugares en las universidades más prestigiosas que a los «luchadores contra el racismo» no se les ocurrió nada mejor que reclamar cuotas destinadas a excluirlos. Puesto que para muchos activistas negros e hispanos -esta última una categoría heterogénea en la que es muy difícil encajar a los cubanos y rioplatenses- ser víctima del racismo ajeno constituye una parte fundamental de su ideología, reconocer que los problemas de los grupos que pretenden dirigir se deben a sus propias particularidades culturales, no a la sociedad, los obligaría a confesar que su «lucha» ha sido contraproducente, y han preferido continuar repitiendo las consignas de siempre.

Cuando es cuestión de elegir entre una teoría que a su modo legitima el fracaso y la realidad que la contradice, lo normal es aferrarse con más pasión todavía a la primera. Será por eso que la clase política argentina, encabezada con entusiasmo por el presidente Néstor Kirchner, se ha negado a tomar en cuenta la experiencia ajena que enseña que con tal de que un país haga frente a los desafíos planteados por la globalización y exija a la población esforzarse encontrará la clave del desarrollo sostenible. Es gracias en buena medida a lo que aquí se calificaría de «neoliberalismo» y «capitalismo salvaje» que en los diez años últimos centenares de millones de personas en Asia y algunas partes de Africa han podido salir de la miseria, mientras que en la Argentina muchos millones se han depauperado.

Según el gobierno y ciertos observadores extranjeros en lugares como Nueva York y Roma la Argentina ha protagonizado una recuperación «milagrosa» del colapso de tres años antes al aproximarse el producto bruto al monto registrado en 1998. Tales comentarios, tan similares a los de hace diez años, no ayudan. En el mismo intervalo otros países, en especial China, han visto aumentar su producto bruto por más del cincuenta por ciento y sus perspectivas son consideradas mucho más promisorias que las argentinas aunque sólo fuera porque el cambio ya les parece normal, lo que no es el caso aquí donde el producto nacional apenas ha crecido en treinta años, lapso en el que otros países se las han arreglado para multiplicar el suyo por diez o más. Lo que sí ha cambiado es la distribución del ingreso: ya que la torta es del mismo tamaño que en los años setenta, el enriquecimiento de algunos ha coincidido con el empobrecimiento de muchos más.

Pues bien: ¿qué es lo que distingue al grueso de la clase política argentina de sus equivalentes de América del Norte, Europa, Oceanía, el Japón, China y la India? ¿Por qué es tan reacio a permitir que el país evolucione, proceso que, huelga decirlo, supondría cambios incesantes y un esfuerzo educativo mayúsculo? Tal vez porque el mero hecho de que haya logrado sobrevivir a todas las calamidades de las décadas últimas ha sido de por sí suficiente como para convencerlo de que no le convendría arriesgarse cambiando nada.

Desde que el mundo es mundo, las distintas clases dirigentes dan prioridad a su propia supervivencia. En este sentido, la argentina es perfectamente normal. Sin embargo, mientras que en otras latitudes sus líderes han comprendido que a menos que cambien se verán barridos, aquí han elaborado un discurso que les ha permitido negarse a adaptarse a las circunstancias sin por eso perder el apoyo de la mayoría de sus compatriotas. Si bien «los políticos» siguen siendo despreciados, parecería que su reputación colectiva deplorable no les ocasiona demasiados inconvenientes, razón por la cual han perdido interés en reformas que servirían para que en el futuro nos gobernaran personas más inteligentes y confiables.

En toda América Latina el orden político imperante es esencialmente clientelista, basándose en dádivas materiales o en lazos psicológicos subjetivos. Si bien constituye un obstáculo al progreso no puede subestimarse su capacidad para perpetuarse puesto que a un dirigente siempre le será difícil romper los pactos, escritos o no, que lo vinculan con su clientela. Por lo tanto, que los más propenderán a conformarse con el statu quo. Lo que es más, en tiempos de crisis el orden clientelista suele fortalecerse aun cuando los problemas se hayan debido al conservadurismo obstinado que es su característica principal. Por ser política la crisis, también lo será la solución, pero la dirigencia local puede confiar en que nadie la encuentre en el 2005. Por tratarse de otro año electoral, uno supondría que el país, ya recuperado del trauma que sufrió a fines del 2001, aprovecharía la oportunidad para debatir en torno de la mejor forma de salir del pantano en el que se ha metido. ¿Lo hará? Claro que no. En la Argentina actual la política importa decididamente menos que la politiquería. Aun cuando los candidatos con motivos para creerse ganadores en potencia aludan a las alternativas frente a una sociedad depauperada pero así y todo todavía dueña de recursos materiales y humanos suficientes como para saltar desde el Tercer Mundo hasta el Primero en una sola generación, lo harán por querer dar la impresión de ser personas serias que hablan de cosas importantes.

De resultas de la hegemonía peronista que puede imputarse no a los méritos del PJ sino a las deficiencias de otras agrupaciones que sin éxito intentaron imitarlo hasta el extremo de querer adquirir su propia «pata peronista», las únicas diferencias que contarán serán las relacionadas con la rivalidad entre los distintos caudillos: en primer lugar, Kirchner y Eduardo Duhalde más sus respectivas cónyuges, Chiche y Cristina, seguidos por Felipe Solá, Carlos Menem y una lista interminable de otros grandes y chicos. Con la eventual excepción de los menemistas, comprometidos como están con una variante llamativamente desprolija del «neoliberalismo», todos dicen estar a favor y en contra de las mismas cosas, de suerte que los resultados dependerán de la imagen que logren proyectar y de factores como la voluntad casi deportiva de muchos de sentirse personalmente comprometidos con los eventuales ganadores.


No cabe duda de que la gran crisis argentina -mejor dicho, latinoamericana, porque es común a una veintena de países de cultura parecida- es esencialmente política por tratarse de una consecuencia trágica de la incapacidad de las élites de una región para brindarle la clase de liderazgo que le permitiría tomar el lugar que le corresponde al lado de América del Norte y Europa occidental como uno de los tres pilares del mundo occidental. Otras explicaciones, según las cuales los países latinoamericanos han sido condenados al atraso por la geografía o por un orden económico planetario injusto, no convencen. Australia está aún más alejada del "centro" que cualquier país de la región, pero esta hipotética desventaja no la ha perjudicado, mientras que México no podría estar más cercano al país económicamente más dinámico de todos. En cuanto a la presunta imposibilidad de abrirse camino por haberse cerrado el sistema económico imperante a fin de impedir que otros países consigan desarrollarse, las proezas del Japón y Taiwán, seguidas últimamente por el resurgimiento de China y, con menos espectacularidad, de la India, han hecho trizas aquella tesis a un tiempo derrotista y autocompasiva. Con todo, aunque en buena lógica el avance impetuoso no sólo del Japón, un país sui géneris si los hay aunque su experiencia entraña muchísimas lecciones para los demás, sino también de gigantes que hasta hace poco simbolizaban la miseria multitudinaria como China y la India, ha servido para sepultar muchas teorías tradicionales, algunas élites latinoamericanas siguen resistiéndose a darse por enteradas. Su reacción se asemeja a la de ciertos lobbies étnicos en Estados Unidos, que se han habituado a atribuir automáticamente la pobreza y el bajo nivel educativo de las minorías negra e hispana al racismo de los blancos, frente al ascenso sumamente rápido de los inmigrantes asiáticos y sus hijos. A pesar del presunto racismo de la mayoría y en muchos casos de tener que aprender un idioma nuevo y adaptarse a una cultura radicalmente diferente, los jóvenes chinos, japoneses, coreanos e hindúes pronto llegaron a ocupar tantos lugares en las universidades más prestigiosas que a los "luchadores contra el racismo" no se les ocurrió nada mejor que reclamar cuotas destinadas a excluirlos. Puesto que para muchos activistas negros e hispanos -esta última una categoría heterogénea en la que es muy difícil encajar a los cubanos y rioplatenses- ser víctima del racismo ajeno constituye una parte fundamental de su ideología, reconocer que los problemas de los grupos que pretenden dirigir se deben a sus propias particularidades culturales, no a la sociedad, los obligaría a confesar que su "lucha" ha sido contraproducente, y han preferido continuar repitiendo las consignas de siempre.

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