Máximo, el niño que nació con sordera y hoy sueña con ser baterista

A los cinco meses, a este pequeño roquense, le diagnosticaron hipoacusia. No escuchaba nada. Pero sentía las vibraciones que producen la música en los parlantes. Y hoy, después de dos implantes cocleares, no sólo oye, sino que además hace música.

Lo primero que escuchó Máximo, lo escuchó a los dos años. Y fue un camión grúa que arrastraba a un auto. Miró a su mamá con la sonrisa de quien descubre un mundo.


Karina, que llevaba dos años de angustia, de visitas a distintos médicos, de llantos y de pelearle a las distintas burocracias, sintió que todo -todo- había valido la pena. Que el primer implante coclear que llevaba su hijo valía cada una de todas las horas de dudas y miedos.


Máximo González, que hoy tiene cinco años , es un “implantado”, como se llaman a sí mismos quienes llevan estos aparatitos sobre las orejas. Estos aparatitos que literalmente cambiaron su mundo: antes no oía nada (nació con hipoacusia neurosensorial bilateral congénita). Y ahora oye todo. Antes no sabía lo que era el sonido. Y ahora sueña con ser baterista.


Es que antes de los primeros ruidos del mundo y de las voces de su casa, Máximo sintió los ritmos.


Su mamá, que por entonces era maestranza en el casino, vivía angustiada con el diagnóstico que le habían dado. Y sobre todo con lo que le habían dicho: su hijo, le aseguraron, no va a caminar hasta los cinco años por la falta de equilibrio, y aunque estaba la solución del implante, no se sabía si iba a poder desenvolverse.


Con ese ánimo, Karina aceptó la invitación de un compañero de trabajo que le dijo que vaya a una iglesia de Mainqué. Ella fue. Y fue con Máximo.


“Máximo gateaba por toda la iglesia, pero se iba a los parlantes, don de se escuchaba música muy fuerte. El se agarraba del parlante y se quedaba toda la mañana ahí, con las manos pegadas al parlante. Sonreía y me miraba. Por un momento me ilusioné con que escuchaba, pero la verdad era que sentía la vibración. Y cada reunión de la iglesia iba ahí. Al mes siguiente, cuando ya caminaba, se fue directo a la batería que había en la iglesia. El chico que me invitó a la iglesia, Cristian Pereyra, es baterista. Después, se convirtió en su padrino. Máximo se paraba adelante de la batería, le miraba la posición de las manos, seguía el ritmo, copiaba sus movimientos. Y cuando volvía a casa, armaba su propia batería: manoteaba ollas, cucharas, sartenes, las apilaba y empezaba a darle. Así quedaron mis ollas.. Después fue con baldes, cajas y todo lo que encontraba que le permitiera percutir…”, cuenta emocionada su mamá.


Pero claro, Máximo aún no tenía ningún implante puesto y su mamá pensaba que lo de las ollas era apenas un período de la infancia. “Cuando lo implantaron, pensé que iba a dejar la batería porque el ruido era demasiado fuerte. Pero siguió. Marca el ritmo en la mesa, y cuando escucha música sigue el ritmo. Empezó a pedir videos en Youtube para ver cómo se toca, y le busqué un profe”, cuenta Karina.

“Hasta que Máximo tuvo el implante es como si hubiera vivido en la oscuridad, sin entender que en el mundo hay sonidos”

Karina, mamá de Máximo


Al lado suyo, Máximo sonríe, juega con su hermana, y pregunta cuánto tiempo falta para poder visitar la enorme batería del Instituto Patagónico de las Artes (IUPA), donde se dio el gusto de mostrar cuánto aprendió en tan poco tiempo. Pícaro, cuando llega el momento, se sienta en el taburete y hace el solo de batería más largo posible. Espera los aplausos y vuelve a empezar, concentrado, feliz.


Karina sonríe, parada enfrente. Le dice que un tema más y ya está. Ella sabe que, pese al sonido de la música, Máximo entiende lo que dice. El nene lee los labios a la perfección.
Llevan cinco años de trabajos constantes. Cuando Máximo nació, en Roca, cinco años atrás, a Karina -que ya era madre de otros tres nenes- algo le llamó la atención de su nuevo bebé. “Empecé a notar que él no se calmaba cuando yo le hablaba, sino cuando lo alzaba”.


Como los controles al nacer le habían dado normales, pensó que era alguna particularidad del bebé. Pero a los cinco meses buscó ayuda. “El momento clave fue el día que, mientras estaba en su sillita y yo le daba yoghurt, sus hermanos llegaron de la escuela arrastrando las mochilas, y él siguió comiendo como si nada. Acá pasa algo”, me dije.
“Le hicieron los estudios y cuando me dieron el diagnóstico, se me cayó el mundo. Al principio me costó muchísimo, me lloré todo. Pero lo veía a él, que cada día avanzaba más, y eso me mantenía en pie”, asegura Karina.


Después vino la primera cirugía y años más tarde la segunda. La familia entera ayuda a enseñarle a hablar. Mientras tanto, él le pone música al mundo que había estado en silencio.


Una enorme solución para la hipoacusia

Máximo tuvo dos operaciones. La primera fue cuando él tenía un año y ocho meses, que se realizó en Buenos Aires y la otra el año pasado, que se hizo en Neuquén.
Máximo nació con hipoacusia neurosensorial que, según explicó la fonoaudióloga Micaela Constanzo, afecta el oído interno y suele ser permanente e irreversible. Este tipo de pérdida auditiva presenta diferentes grados: leve, moderada, severa o profunda. Para los casos de hipoacusia severa y/o profunda, el implante coclear puede resultar una excelente opción de tratamiento”.
Este fue el caso de Máximo, que ahora usa implantes cocleares bilaterales.
Los dos implantes son MED-EL, un proveedor internacional , con sede en Austria, líder en sistemas de implantes auditivos.


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