La cruzada de los niños


Las medidas que están reclamando Greta y sus admiradores, tanto jóvenes como adultos, para “salvar el planeta” costarían muchísimo dinero sin garantía de que funcionen.


En buena parte del mundo, decenas de miles de niños y adolescentes han adquirido la costumbre, para muchos simpática, de abandonar las aulas para participar de marchas en contra del cambio climático que, dicen, está privándolos de un futuro. Liderados por Greta Thunberg, la severa chica sueca de 16 años cuyos pronunciamientos sobre el asunto son tratados con veneración por muchos políticos a quienes les encanta ser blancos de sus diatribas admonitorias, exigen con fervor religioso que todos los gobiernos actúen ya para frenar el calentamiento global porque caso contrario el mundo que les espera no será habitable.

Desde el punto de vista de los activistas juveniles que a veces se parecen a los guardias rojos maoístas de la terriblemente destructiva Revolución Cultural china, el asunto es muy sencillo; el hombre ha provocado el calentamiento al llenar la atmósfera de suciedad y que por lo tanto podría revertirlo si optara por depender de energía limpia. ¿Es así? Aunque los hay que insisten en que las variaciones de la temperatura promedio en la Tierra se deben mucho más a los ciclos solares que a la conducta humana y que, de todos modos, el calentamiento dista de ser un fenómeno nuevo, casi todos los gobiernos dicen estar convencidos de que, siempre y cuando sumen fuerzas, estarán en condiciones de manipular el clima regulando el uso de carbón y petróleo, de ahí los acuerdos internacionales que se han firmado.

A la Argentina, que depende del campo y apuesta a las reservas de petróleo y gas de Vaca Muerta, le sería muy difícil adoptar las políticas reclamadas por niños asustados por las noticias

Por desgracia, las medidas que están reclamando Greta y sus admiradores, tanto jóvenes como adultos, para “salvar el planeta” costarían muchísimo dinero sin que hubiera garantía alguna de que funcionarían.

Las alternativas renovables menos nocivas a las fuentes de energía ya tradicionales, como el aprovechamiento del viento y la radiación solar, son muy ineficaces. Y si bien en principio la energía nuclear contamina poco, a los ecólogos no les gusta para nada porque los accidentes, como el de Chernóbil, pueden tener consecuencias aún más catastróficas que las causadas por los cambios climáticos. En cuanto a los intentos de remplazar el carbón y el petróleo por biocombustibles que se ensayaron algunos años atrás, empobrecieron a millones de personas a causa del impacto que tuvieron en el precio de los alimentos.

De tener razón quienes vaticinan un apocalipsis climático a menos que todos los gobiernos del mundo tomen medidas contundentes ya, habrá que elegir entre la reducción drástica del nivel de vida de virtualmente todos por un lado y, por el otro, rezar para que se hayan equivocado los pesimistas y seguir como hasta ahora con la esperanza de que no suceda nada realmente grave.

Puesto que escasean los políticos que están dispuestos a sacrificar el presente en aras de un hipotético futuro mejor, muchos, entre ellos Mauricio Macri, afirman estar muy pero muy preocupados por lo que está ocurriendo sin por eso comprometerse a hacer lo que piden los alarmados por las perspectivas que dicen ver.

Un tanto irónicamente, los adultos que acompañaron a los chicos en las manifestaciones que la semana pasada se celebraron en centenares de ciudades son en su mayoría progresistas que suelen oponerse a las políticas de austeridad.

De decidir el gobierno local ordenar los punitivos impuestos verdes que serían necesarios para alcanzar las metas declamadas, a buen seguro llenarían las calles nuevamente para protestar contra tamaño atropello.

Es lo que sucedió en Francia, donde el movimiento de los “chalecos amarillos”, que pronto recibió el apoyo de los contestatarios habituales, fue desatado por el rechazo al impuesto sobre el carbono que estaba por ordenar el presidente Emmanuel Macron y que, desde luego, de aplicarse perjudicaría principalmente a los sectores más pobres.

A la Argentina, que depende del campo – la flatulencia bovina aporta tanto como los autos a la polución atmosférica – para una parte importante de sus ingresos y apuesta a que las reservas de petróleo y gas de Vaca Muerta pronto le supongan cantidades siderales de dinero, le sería muy difícil adoptar las políticas reclamadas por niños asustados por las noticias espeluznantes que les llegan desde el frente climático.

También lo sería para muchos otros países todavía pobres, comenzando con la India y China que hasta nuevo aviso no podrán prescindir del uso de cantidades enormes de combustibles fósiles.

Para que lo hicieran, los países desarrollados tendrían que pagarles decenas de miles de millones de dólares que, claro está, procederían forzosamente de los bolsillos de los contribuyentes, o sea, de los padres de aquellos manifestantes juveniles que los acusan de ser culpables de la destrucción del planeta y están exhortándolos a ayudar a salvarlo.


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