48 horas en Buenos Aires: vermut, caminatas y good show
Con nuevos circuitos barriales para descubrir y espacios gastronómicos al aire libre con mesas en calles y veredas, la ciudad volvió a abrirse al turismo y se propone para una escapada perfecta.
«Vermut, papas fritas y good show», remataba sus legendarios monólogos Tato Bores, porteño ilustre. Algo parecido ocurre hoy en Buenos Aires, esa ciudad cosmopolita y plana, ideal para caminarla o explorar en bici, instalada por derecho propio en la lista de las grandes capitales del mundo. Con tesoros de la arquitectura para descubrir a la vuelta de la esquina. Con banda de sonido de tango y de rock, con la poesía de Borges y Cortázar y los ecos de los bandoneones de Troilo y Piazzolla, la furia de Soda y las batallas de rap. Con nuevos raros peinados nuevos y vecinos que sacan la silla a la vereda. Con la magia que tarde o temprano volverá al Teatro Colón y con los gritos de gol que esperan los grandes templos. Cool en Palermo que cruza fronteras e irradia su onda a otros barrios y otros barrios que se abren a los bares que llegan pero preservan el espíritu de sus antiguas pizzerías y bodegones con mozos a la gomina de gesto adusto que no necesita anotar pero no fallan una. Y con estrellas en ascenso como Chacarita, nuevo polo gastronómico con sus filas para esperar mesa y probar cócteles y tapas sentados en una avenida entre miradas que brillan en el reencuentro.
Tres millones de turistas extranjeros la visitaron en el 2019 y 60.000 estudiantes del exterior la eligieron ese mismo año, junto con siete millones de viajeros del interior, marcas estratosféricas que la pandemia destruyó en un suspiro en el 2020 y puso en jaque los 150.000 empleos generados por aquellos números de récord.
Pero Buenos Aires está de vuelta, con nuevos circuitos en los barrios, con las mesas de los bares y restaurantes en las veredas y las calles. Con testeos al llegar a la ciudad, chequeos de temperatura y al aire libre.
Puede ser una cerveza en la Colegiales de los murales, un ceviche en la Costanera Sur, tapas y un gin tonic tirado en un bar con cola para entrar al pie de la Biblioteca Nacional, un vermut en Chacarita, un plato sofisticado en Palermo o Puerto Madero o las delicias del Patio de los Lecheros de Caballito o el Mercado de Belgrano.
Puede ser una recorrida por las salas del Centro Cultural Recoleta y sus salas y patios abiertas al arte urbano, una caminata por el Jardín Japonés, el Barrio Chino, la Reserva Ecológica, el circuito histórico y una selfie en el Cabildo. O pedalear por la red de bicisendas. Opciones sobran, solo es cuestión de armar el recorrido.
Aquí, cuatro propuestas para disfrutar de Buenos Aires al aire libre en una escapada de 48 horas.
A medio kilómetro de las torres lujosas de Puerto Madero y sus calles y bares que la pandemia vació de oficinistas, entre el verde profundo de la Reserva Ecológica y el sepia de la ciudad deportiva de Boca abandonada en tierras ganadas al Río de la Plata, Elizabet muestra orgullosa una hoja de mostaza que reluce bajo el sol potente de febrero.
Es uno de sus momentos favoritos durante la recorrida de los visitantes por el vivero que montó con 12 compatriotas peruanas y otra vecina paraguaya en el barrio Rodrigo Bueno, ahí donde 300 familias de la villa ya se mudaron a los departamentos de los edificios de cuatro plantas de ladrillos a la vista y paneles solares mientras otras 300 esperan su turno. Todas deberán pagar el crédito que les permite cambiar de vida y entregar la casa que dejaron para ser demolida o clausurada.
A Ely, como le dicen, le gusta ofrecer a los clientes que prueben la hoja de mostaza con aire casual y esperar la reacción cuando descubren que es sabrosa pero de sabor final picante, un truco que no le falla.
Los comensales del cercano Hilton Hotel también lo saben: todas las semanas, personal del cinco estrellas pasa a buscar las bolsas con hortalizas agroecológicas que le compra a Vivera orgánica a 400 pesos cada una. También Accenture, la empresa asentada en el polo tecnológico de Parque Patricios, la eligió para el regalo de Navidad: optó por plantines en reemplazo de los chiches informáticos habituales.
Ya cerca del mediodía, a unos 50 metros del vivero que proyecta ser cooperativa, en uno de los 10 containers del patio gastronómico Blanca prepara la bandeja con especialidades de su tierra: sopa paraguaya ($ 100), empanada de mandioca ($ 70), chipá (3 x $ 100).
Después, siempre con una sonrisa, las servirá en las mesas de madera donde esperan antiguos y nuevos clientes en este nuevo espacio de turismo barrial al aire libre que propone la ciudad de viernes a domingo y en el que cocinar también es una salida laboral.
Hay una estación de BA Ecobici por si querés llegar o irte sobre ruedas y también representantes de la gastronomía peruana, como los chefs que ofrecen ceviche ($450) y rabas ($ 400) o Julia, que prepara delicias dulces como Suspiro Limeño (leche evaporada, leche condensada, crema de leche, merengue italiano, $ 250), uno de los preferidos de la banda de ciclistas que pasa todos los domingos a darse un gustito y que ya llegó a oídos de Toyota: todas las semanas le compra una tanda para los empleados de la automotriz en el comedor de la planta en General Pacheco.
No te asustes si te aparece alguno de los lagartos overos que a veces cruzan el límite de la Reserva Ecológica y curiosean entre los containers y los baños. Explorar las 350 hectáreas vecinas de ese pulmón verde de Buenos Aires, sus 575 especies de plantas y 42 de hongos, sus aves y sus peces, es una buena alternativa para completar la visita a la Costanera Sur.
Como también dejarse llevar por las calles de Puerto Madero y caminar entre los rascacielos, los muelles y las antiguas construcciones recicladas, cruzar el Puente de la Mujer y asomarse al Paseo del Bajo y la Casa Rosada. Detalle argento: en el Paseo de la Gloria, que rinde homenaje a grandes leyendas del deporte con esculturas de bronce, a Manu Ginóbili le sacaron la pelota de básquet, a Gaby Sabatini la raqueta y de Leo Messi solo quedó el balón y un botín. Roja para los depredadores y a seguir la recorrida.
Tres hectáreas hipnóticas te llevan de viaje a otra cultura. Por un instante, pareciera que caminás por un parque de Tokio, pero estás en los bosques de Palermo. El paseo comienza con el puente de madera en zigzag: la tradición indica que hay que tomar decisiones antes de terminar de recorrerlo, siempre sin olvidar de tirar alimentos a las carpas Koi que sorprenden por sus tamaños y colores y nadan en el lago en buena convivencia con los patos, incluso cuando tienen patitos y toda la familia sale de paseo.
Cuenta la leyenda que son tan fuertes que solo ellas logran nadar contra la corriente y llegar a la puerta que las convierte en dragón en el río Amarillo. “Son tenaces y longevas: algunas están desde que se inauguró el jardín en 1967”, cuenta Sergio Miyagi, de la Fundación Cultural Argentino Japonesa que mantiene y administra el lugar creado por la comunidad para honrar la primera visita de los príncipes imperiales y que perduró en el tiempo como un símbolo de amistad entre las dos naciones.
Lo que sigue es el puente curvo y rojo que hace brillar el sol. Luciano Castro y Julieta Díaz le dieron un pico de rating con un beso de telenovela y antes de la pandemia muchas parejas lo elegían para su boda por civil. Conecta lo humano con lo divino rumbo a la Isla de los Dioses: en la terraza se organizan shows y allí hay una de las mejores vistas. Como la cascada que invita a contemplar y meditar y el vivero con sus famosos bonsáis, todo invita a bajar un cambio y alinearse con la calma cálida de los anfitriones.
Con cuatro turnos de visita por orden de llegada (10 a 12 hs, 12:15 a 14:15 hs, 14:30 a 16:30 hs y 16:45 a 18:45 hs), la entrada cuesta 290 pesos (menores de 12 años y mayores de 65 sin cargo), hay control de temperatura, el paseo es en sentido único para reducir los contactos y es obligatorio usar barbijo.
Muchos aprovechan para comer sushi ($ 3000 la tabla de 35 piezas) en el restaurante de cara a los cerezos, las azaleas, los álamos y la laguna. Eso sí, es pescado puro a la japonesa, sin palta ni quesito como a veces se sirve en la Argentina. “Eso en Tokio te lo tiran por la cabeza”, bromea Sergio Miyagi, que sabe encontrar las palabras y el tono para que la conversación no decaiga.
Ahí mismo el Burrito Ortega, su ídolo, fue a almorzar una vez, le regaló una camiseta de River firmada y Sergio se dio el gusto de decirle que en momentos tristes le arrancó una sonrisa y que eso se lo agradecería de por vida. Si te lo cruzás, no pierdas la chance de conversar con él. Te va a explicar la historia del jardín, el significado de cada símbolo y el punto de encuentro de dos culturas: “El abrazo que los japoneses aprendieron de los argentinos”.
Hijo de Takeshi Miyagi, «el Maradona del karate”, nació en Buenos Aires y cuando visitó la tierra de su padre en el 2017 por una beca de JICA (Japan International Cooperation Agency), la entidad gubernamental que le permitió ir por primera vez a Japón para aprender el funcionamiento de las ONG, tuvo que pasar por unos días de adaptación: las embarazadas no aceptan que les cedan el asiento, los hombres no se saludan con un beso en la mejilla, los alfajores de las pampas son demasiado empalagosos y azucarados para la dieta oriental.
Lo cuenta mientras cae el sol, los mosquitos merodean y convida un alfajor pero a la japonesa en el patio de comida bajo los árboles: es con masa de wafle y el delicioso dulce dora yaki elaborado sobre la base del poroto aduki que se vende en las dietéticas y que procesado tiene el aspecto de una pasta de membrillo.
“Aquella vez en Okinawa, la tierra de mis ancestros, cuando mis familiares probaron el alfajor argentino lo cortaron en cuatro pedazos, pero al saborearlo se sacudieron como en un espasmo, era mucho para ellos. Entonces lo cortaron en 16 pedacitos”, recuerda con una sonrisa.
En aquel viaje, su mujer le pidió que para no pasar vergüenza allá no sea como acá, que no hable tanto, que no abrace, que escuche, que sienta. La primera semana obedeció, pero le faltaba algo. “La segunda me solté, fui yo. Y al final, cuando me despedí, ellos me abrazaban emocionados a mí”, dice Sergio. “Valió la pena”, agrega mientas invita a caminar a la Isla de los Dioses. También vale la pena escucharlo.
¿Qué tienen que ver una batalla de rap, una historieta, una ilustración, un grafiti o el hip hop con un centro cultural? Exactamente eso, se trata de arte, solo que ahora ya no son consideradas expresiones urbanas menores y tienen su espacio en el CCR, que abrió sus puertas a las creaciones que nacen en las calles y por eso está lleno de chicas y chicos que se lo apropian, estudian, dibujan, pintan, organizan festivales o cantan, le dan vida a esta antigua construcción con 300 años de historia que fue convento y asilo para reconvertirse en fábrica de arte, hoy bulliciosa y sorprendente y con control de temperatura y de cantidad de visitantes en el acceso.
Por si le faltara un detalle, los jueves a la noche sumó el ciclo Amor de verano para disfrutar de recitales en sus patios y la terraza con la mejor vista de la ciudad, tomar y comer algo en los trucks y sentarte en tu propia lona o en las del Recoleta para disfrutar de un picnic con música. Hay que reservar entrada en la web.
Es un buen remate para un paseo por las salas de artes visuales y las muestras en los pasillos del centro en esa maravilla de la arquitectura ahora recuperada en cada detalle. Un equipo liderado por Clorindo Testa, Jacques Bedel y Luis Benedit lo remodeló en los años 80 pero una sucesión de intervenciones posteriores cercenó puertas, pasillos y vistas.
Esos bloqueos fueron liberados y así volvió el esplendor perdido. A veces los descubrían con el simple recurso de golpear una pared con los nudillos y escuchar el sonido que devolvía, como hacía Luis Gimelli, director de Arte del CCR. “Pudimos recuperar las visuales de Clorindo”, explica de cara a una ventana que deja ver el Patio de los Naranjos, donde chicas y chicos aprontan los equipos para el set musical que se viene.
Como remarca Luis, Clave 13/17 es un buen símbolo de lo que ocurre en el CCR en estos tiempos: es un comité que integran jóvenes entre esas edades que organizan el Festival 13/17 que convoca a miles de adolescentes cada año.
Otro símbolo: los cambios de colores y estilos en la fachada del centro que suelen enojar al estabilishment del arte, como describe Luis. Pero no son tiempos en los que esos reproches detengan la vida que late en el Centro Cultural Recoleta.
Si de barrios emergentes se trata, acá está la estrella en ascenso, el perfecto ejemplo de que hay movida por fuera de los circuitos tradicionales y de cómo las mesas de los restaurantes ganaron las veredas y las calles, copadas por el bullicio de locales y visitantes con ganas de pasarla bien después de tanto encierro.
El objetivo de las autoridades fue crear en cada barrio decks en calles, áreas flexibles, mesas de bares en calzadas y espacios verdes, las opciones más estudiadas por planificadores urbanos de todo el mundo para adaptar las ciudades a esta nueva conquista del espacio público que en la París de la pandemia sintetizan como la vida a 15 minutos de casa.
En Chacarita hay propuestas clásicas y modernas: desde fondas que no se mueven un centímetro de su ADN y pizzerías tradicionales de esas que chorrea la muzzarella a cantinas que resisten el paso del tiempo y conviven en armonía con las nuevas propuestas: whiskerías, coctelerías y bares en esquinas de luces tenues que no te dan ganas de irte.
Si en el cementerio descansan santos del rock como Gustavo Ceratti, del tango como Gardel y del boxeo como Ringo Bonavena, cuyas sepulturas son veneradas por sus fieles visitantes, afuera vibra el polo gastronómico que crece día a día.
El bar pionero fue La Fuerza: abrió el 9 de enero del 2018 con su propuesta de vermut producido en el país con hierbas y vinos de Mendoza. en el 2019 la prestigiosa revista Time incluyó a esa esquina como uno de los 100 lugares del mundo que había que visitar. Y enseguida llegaron los turistas extranjeros.
¿Por qué Chacarita? Lo explica Martín Auzmendi, uno de los cuatro socios junto con Julián Díaz, Sebastián Zuccardi y Agustín Camps.
“Teníamos el sueño de hacer una bebida con calidad e identidad local: el vermut es parte de nuestra cultura pero no había expresiones argentinas. Y lo logramos después de dos años de trabajo. La pregunta qué siguió fue cómo hacíamos para que se conociera, para venderla. Ahí surgió la idea de un bar que sintetice nuestra identidad: informal, amigable, abierto todos los días desde temprano, en una esquina, como buen bar porteño. Y lo queríamos en un barrio. Por eso Chacarita: sencillo, lindo, tranquilo, con buena energía”, relata.
Hoy, esa esquina que encontraron sobre avenida Dorrego suele estar llena. Con la idea de apuntar al cliente frecuente y no al exprés, como explica Agustín, el jefe del bar, atento a cada detalle de la maquinaria. Al vermut (rojo, blanco o primavera, vaso con soda o con tónica$ 270) le suma propuestas como milanesa cortada, a caballo con papas fritas ($ 790) o bombas de papa y tres quesos con salsa picante ($490).
”Ahora hay muchos lugares para ir y nos encanta ser parte de eso. Porque dinamiza al barrio, porque compramos el pan en la panadería de la vuelta, trabajamos con el herrero de enfrente, el sodero es el que recorre estas cuadras, todo esto genera trabajo”, señala Martín.
Entre las propuestas cercanas hay cocina de autor, tacos mexicanos y cantinas. Una de ellas es Sifón Sodería, sobre avenida Jorge Newbery, el reino de la soda que se rinde a clásicos como el vermut y el vino en damajuana acompañados por maravillas como la polenta a la plancha con filetto, albahaca y chistorra crocante o una porción de provoleta para compartir en las mesas de la calle o detrás de los ventanales, en esa Buenos Aires que esta noche calurosa de febrero bulle como en los viejos buenos tiempos.
A la vuelta está la whiskería La Sede, donde el sommelier te aconseja en ese bar pensado para descontracturar a este clásico tan anglosajón. Enfrente, el colectivo solitario con las balizas encendidas que brillan en la noche en el playón de la línea 39 parece sacado de una escena de Breaking Bad, mientras aquí y allá parejas y grupos de amigas y amigos esperan su turno para conseguir mesa en las calles de Chacarita, el barrio para paladear lento como a un buen trago.
Para ir a Buenos Aires lo primero es completar la declaración jurada on line.
Los visitantes nacionales y residentes de la Ciudad que lleguen por vía aérea deberán realizar un test al arribo en Ezeiza y a partir del 15/3 en Aeroparque. No requiere turno previo.
Los que lleguen en micro, deberán realizar un test al arribo a terminal Dellepiane. No requiere turno previo (disponible para los servicios que arriben a la terminal de 5.30 a 19.30 hs. Para arribos fuera de esos horarios, solicitar turno).
Los que lleguen en vehículos particulares u otros medios, deberán realizar el test dentro de las 72 horas en cualquiera de los puntos de testeo habilitados para tal fin.
Es necesario solicitar turno online con anticipación a la llegada (máx. 15 días), para coordinar el día de arribo a la Ciudad con el turno de testeo para evitar demoras y complicaciones. No se atiende sin turno previo.
El test corre por cuenta de la cobertura social y seguros médicos o por la Ciudad. Para hacer el test, es aconsejable no haber ingerido alimentos, haberte lavado los dientes o haber tomado bebidas (a excepción de agua) en las últimas 3 horas.
Entre las 12 y las 24 horas posteriores a realizar el test podés consultar el resultado enviando “Resultado Test” al WhatsApp de la Ciudad (+54 9 11) 50500147.
En caso de resultar positivo será informado por personal de Salud a través de un llamado telefónico para poder transmitir el procedimientos de aislamiento y cuidados necesarios.
Para aquellas personas que no tengan donde aislarse están dispuestos alojamientos en hoteles de la Ciudad.
Más información: https://turismo.buenosaires.gob.ar/es
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